LA VERDAD SOSPECHOSA
by Juan Ruiz de Alarcón

 



Personas que hablan en ella:

 



ACTO PRIMERO

 

                        [Sala en casa de don BELTRÁN]

Salen por una puerta don GARCÍA y un LETRADO viejo, de estudiantes,
de camino; y, por otra, don BELTRÁN y TRISTÁN

BELTRÁN:       Con bien vengas, hijo mío.
GARCÍA:     Dame la mano, señor.
BELTRÁN:    ¿Cómo vives?
GARCÍA:                 El calor
            del ardiente y seco estío
               me ha afligido de tal suerte     
            que no pudiera llevallo,
            señor, a no mitigallo
            con la esperanza de verte.
BELTRÁN:       Entra, pues, a descansar.
            Dios te guarde.  ¡Qué hombre vienes!       
            ¡Tristán!
TRISTÁN:              ¿Señor?
BELTRÁN:                      Dueño tienes
            nuevo ya de quien cuidar.
               Sirve desde hoy a García;
            que tú eres diestro en la corte
            y él bisoño.
TRISTÁN:                En lo que importa,     
            yo le serviré de guía.
BELTRÁN:       No es crïado el que te doy;
            mas consejero y amigo.
GARCÍA:     Tendrá ese lugar conmigo.
TRISTÁN:    Vuestro humilde esclavo soy.       
Vanse don GARCÍA y TRISTÁN

BELTRÁN:       Déme, señor Licenciado
            los brazos.
LETRADO:             Los pies os pido.
BELTRÁN:    Alce ya, ¿Cómo ha venido?
LETRADO:    Bueno, contento, honrado
               de mi señor don García,     
            a quien tanto amor cobré,
            que no sé cómo podré
            vivir sin su compañía.  
BELTRÁN:       Dios le guarde, que, en efeto,
            siempre el señor Licenciado      
            claros indicios ha dado
            de agradecido y discreto.
               Tan precisa obligación
            me huelgo que haya cumplido
            García, y que haya acudido       
            a lo que es tanta razón.
               Porque le aseguro yo
            que es tal mi agradecimiento,
            que, como un corregimiento
            mi intercesión la alcanzó      
               --según mi amor, desigual--,
            de la misma suerte hiciera
            darle también, si pudiera
            plaza en Consejo Real.
LETRADO:       De vuestro valor lo fío.      
BELTRÁN:    Sí, bien lo puede creer.
            Mas yo me doy a entender
            que, si con el favor mío
               en ese escalón primero
            se ha podido poner, ya   
            sin mi ayuda subirá
            con su virtud al postrero.
LETRADO:       En cualquier tiempo y lugar
            he de ser vuestro crïado.
BELTRÁN:    Ya, pues, señor Licenciado       
            que el timón ha de dejar
               de la nave de García,
            y yo he de encargarme de él,
            que hiciese por mí y por él
            sola una cosa querría.      
LETRADO:       Ya, señor, alegre espero
            lo que me queréis mandar.
BELTRÁN:    La palabra me ha de dar
            de que lo ha de hacer, primero.
LETRADO:       Por Dios juro de cumplir,       
            señor, vuestra voluntad.
BELTRÁN:    Que me diga una verdad
            le quiero sólo pedir.
               Ya sabe que fue mi intento
            que el camino que seguía    
            de las letras, don García,
            fuese su acrecentamiento;
               que, para un hijo segundo,
            como él era, es cosa cierta
            que es ésa la mejor puerta       
            para las honras del mundo.
               Pues como Dios se sirvió
            de llevarse a don Gabriel,
            mi hijo mayor, con que él
            mi mayorazgo quedó,    
               determiné que, dejada
            esa profesión, viniese    
            a Madrid, donde estuviese,
            como es cosa acostumbrada
               entre ilustres caballeros       
            en España; porque es bien 
            que las nobles casas den
            a su rey sus herederos.
               Pues como es ya don García
            hombre que no ha de tener     
            maestro, y ha de correr
            su gobierno a cuenta mía,
               y mi paternal amor
            con justa razón desea
            que, ya que el mejor no sea,       
            no la noten por peor,
               quiero, señor Licenciado,
            que me diga claramente
            sin lisonja, lo que siente
            --supuesto que le ha crïado--     
               de su modo y condición,
            de su trato y ejercicio,
            y a qué género de vicio
            muestra más inclinación.
               Si tiene alguna costumbre      
            que yo cuide de enmendar,
            no piense que me ha de dar
            con decirlo pesadumbre;
               que él tenga vicio es forzoso;
            que me pese, claro está;   
            mas saberlo me será
            útil, cuando no gustoso.
               Antes en nada, a fe mía
            hacerme puede mayor
            placer, o mostrar mejor      
            lo bien que quiere a García,
               que en darme este desengaño,
            cuando provechoso es,
            si he de saberlo después
            que haya sucedido un daño.      
LETRADO:       Tan estrecha prevención,
            señor, no era menester
            para reducirme a hacer
            lo que tengo obligación.
               Pues es caso averiguado   
            que, cuando entrega al señor
            un caballo el picador
            que lo ha impuesto y enseñado,
               si no le informa del modo
            y los resabios que tiene,    
            un mal suceso previene
            al caballo y dueño y todo.
               Deciros verdad es bien;
            que, demás del juramento,
            daros una purga intento      
            que os sepa mal y haga bien.
               De mi señor don García
            todas las acciones tienen
            cierto acento, en que convienen
            con su alta genealogía.    
               Es magnánimo y valiente,
            es sagaz y es ingenioso,
            es liberal y piadoso,
            si repentino, impaciente.
               No trato de las pasiones  
            propias de la mocedad,
            porque, en ésas, con la edad
            se mudan las condiciones.
               Mas una falta no más
            es la que le he conocido,    
            que, por más que le he reñido,
            no se ha enmendado jamás.
BELTRÁN:       ¿Cosa que a sus calidad
            será dañosa en Madrid?  
LETRADO:    Puede ser.
BELTRÁN:              ¿Cuál es?  Decid.     
LETRADO:    No decir siempre verdad.
BELTRÁN:       ¡Jesús!  ¡Qué cosa tan fea
            en hombre de obligación!
LETRADO:    Yo pienso que, o condición,
            o mala costumbre sea.   
               Con la mucha autoridad
            que con él tenéis, señor,
            junto con que ya es mayor
            su cordura con la edad,
               ese vicio perderá.      
BELTRÁN:    Si la vara no ha podido,
            en tiempo que tierna ha sido,
            enderezarse, ¿qué hará
               siendo ya tronco robusto?
LETRADO:    En Salamanca, señor,  
            son mozos, gastan humor,
            sigue cada cual su gusto;
               hacen donaire del vicio,
            gala de la travesura,
            grandeza de la locura;  
            hace, al fin, la edad su oficio.
               Mas, en la corte, mejor
            su enmienda esperar podemos,
            donde tan validas vemos
            las escuelas del honor.      
BELTRÁN:       Casi me mueve a reír
            ver cuán ignorante está
            de la corte.  ¿Luego acá
            no hay quien le enseñe a mentir?
               En la corte, aunque haya sido  
            un extremo don García,
            hay quien le dé cada día
            mil mentiras de partido.
               Y si aquí miente el que está 
            en un puesto levantado,      
            en cosa en que al engañado
            la hacienda o honor le va,
               ¿no es mayor inconveniente
            quien por espejo está puesto
            al reino?  Dejemos esto,     
            que me voy a maldiciente.
               Como el toro a quien tiró
            la vara una diestra mano
            arremete al más cercano
            sin mirar a quien le hirió,     
               así yo, con el dolor
            que esta nueva me ha causado,
            en quien primero he encontrado
            ejecuté mi furor.
               Créame, que si García      
            mi hacienda, de amores ciego,
            disipara, o en el juego
            consumiera noche y día;
               si fuera de ánimo inquieto
            y a pendencias  inclinado,   
            si mal se hubiera casado,
            si se muriera, en efeto,
               no lo llevara tan mal
            como que su falta sea
            mentir.  ¡Qué cosa tan fea!     
            ¡Qué opuesta a mi natural!
               Ahora bien; lo que he de hacer
            es casarle brevemente,
            antes que este inconveniente
            conocido venga a ser.   
               Yo quedo muy satisfecho
            de su bueno celo y cuidado,
            y me confieso obligado
            del bien que en esto me ha hecho.
               ¿Cuándo ha de partir?
LETRADO:                     Querría   
            luego.
BELTRÁN:           ¿No descansará
            algún tiempo y gozará
            de la corte?
LETRADO:                Dicha mía
               fuera quedarme con vos;
            pero mi oficio me espera.    
BELTRÁN:    Ya entiendo; volar quisiera
            porque va a mandar.  Adiós.
Vase don BELTRÁN

LETRADO:       Guárdeos Dios.  Dolor extraño
            le dió al buen viejo la nueva.
            Al fin, el más sabio lleva      
            agramente un desengaño.
                     [Una calle en las platerías]

Vase el LETRADO.  Salen don GARCÍA, de galán, y TRISTÁN

GARCÍA:        ¿Díceme bien este traje?
TRISTÁN:    Divinamente, señor.
            ¡Bien hubiese el inventor
            de este holandesco follaje!  
               Con un cuello apanalado,
            ¿qué fealdad no se enmendó?
            Yo sé una dama a quien dio
            cierto amigo gran cuidado
               mientras con cuello le veía;      
            y una vez que llegó a verle
            sin él, la obligó a perderle
            cuanta afición le tenía,
               porque ciertos costurones
            en la garganta cetrina  
            publicaban la rüina
            de pasados lamparones.
               Las narices le crecieron,
            mostró un gran palmo de oreja,
            y las quijadas, de vieja,    
            en lo enjuto, parecieron.
               Al fin el galán quedó
            tan otro del que solía,
            que no le conocería
            la madre que le parió.     
GARCÍA:        Por esa y otras razones
            me holgara de que saliera
            premática que impidiera
            esos vanos cangilones.
               Que, demás de esos engaños,     
            con su holanda el extranjero
            saca de España el dinero
            para nuestros propios daños.
               Una valoncilla angosta,
            usándose, le estuviera     
            bien al rostro, y se anduviera
            más a gusto a menos costa.
               Y no que, con tal cuidado,
            sirve un galán a su cuello
            que, por no descomponello,   
            se obliga a andar empalado.
TRISTÁN:       Yo sé quien tuvo ocasión  
            de gozar su amada bella,
            y no osó llegarse a ella
            por no ahujar un cangilón.      
               Y esto me tiene confuso;
            todos dicen que se holgaran
            de que valonas se usaran,
            y nadie comienza el uso.
GARCÍA:        De gobernar nos dejemos   
            el mundo.  ¿Qué hay de mujeres?
TRISTÁN:    ¿El mundo dejas y quieres
            que la carne gobernemos?
               ¿Es más fácil?
GARCÍA:                  Más gustoso.
TRISTÁN:    ¿Eres tierno?
GARCÍA:                  Mozo soy.  
TRISTÁN:    Pues en lugar entras hoy
            donde Amor no vive ocioso.
               Resplandecen damas bellas
            en el cortesano suelo,
            de la suerte que en el cielo      
            brillan lucientes estrellas.
               En el vicio y la virtud
            y el estado hay diferencia,
            como es varia su influencia,
            resplandor y magnitud.  
               Las señoras, no es mi intento
            que en este número estén,
            que son ángeles a quien
            no se atreve el pensamiento.
               Sólo te diré de aquellas   
            que son, con alma livianas
            siendo divinas, humanas;
            corruptibles, siendo estrellas.
               Bellas casadas verás,
            conversables y discretas,    
            que las llamo yo planetas
            porque resplandecen más.
               Éstas, con la conjunción
            de maridos placenteros,
            influyen en extranjeros      
            dadivosa condición. 
               Otras hay cuyos maridos
            a comisiones se van,
            o que en las Indias están,
            o en Italia, entretenidos.   
               No todas dicen verdad
            en esto, que mi taimadas
            suelen fingirse casadas
            por vivir con libertad.
               Verás de cautas pasantes     
            hermosas recientes hijas;
            éstas son estrellas fijas,
            y sus madres son errantes.
               Hay una gran multitud
            de señoras del tusón,    
            que, entre cortesanas, son
            de la mayor magnitud.
               Síguense tras las tusonas,
            otras que serlo desean,
            y, aunque tan buenas no sean,     
            son mejores que busconas.
               Éstas son unas estrellas
            que dan menor claridad;
            mas, en la necesidad,
            te habrás de alumbrar con ellas.     
               La buscona, no la cuento
            por estrella, que es cometa;
            pues ni su luz es perfeta
            ni conocido su asiento.
               Por las mañanas se ofrece    
            amenazando al dinero,
            y, en cumpliéndose el agüero,
            al punto desaparece.         
               Niñas salen que procuran
            gozar todas ocasiones;  
            éstas son exhalaciones
            que, mientras se queman, duran.
               Pero que adviertas es bien,    
            si en estas estrellas tocas,
            que son estables muy pocas,  
            por más que un Perú les den.
               No ignores, pues yo no ignoro,
            que un signo el de Virgo es,      
            y los de cuernos son tres:
            Aries, Capricornio y Toro.   
               Y así, sin fïar en ellas,
            lleva un presupuesto solo,
            y es que el dinero es el polo     
            de todas estas estrellas.

GARCÍA:        ¿Eres astrólogo?
TRISTÁN:                        Oí,    
            el tiempo que pretendía
            en palacio, astrología.
GARCÍA:     ¿Luego has pretendido?
TRISTÁN:                          Fui    
               pretendiente por mi mal.
GARCÍA:     ¿Cómo en servir has parado?     
TRISTÁN:    Señor, porque me han faltado
            la fortuna y el caudal;
               aunque quien te sirve, en vano
            por mejor suerte suspira.
GARCÍA:     Deja lisonjas y mira    
            el marfil de aquella mano;
               el divino resplandor
            de aquellos ojos, que, juntas,
            despiden entre las puntas        
            flechas de muerte y amor.    
TRISTÁN:       ¿Dices aquella señora
            que va en coche?
GARCÍA:                  Pues ¿cuál
            merece alabanza igual?
TRISTÁN:    ¡Qué bien encajaba agora
               esto de coche de sol,     
            con todos sus adherentes
            de rayos de fuego ardientes
            y deslumbrante arrebol!
GARCÍA:        ¿La primera dama que vi
            en la corte me agradó?     
TRISTÁN:    La primera en tierra.
GARCÍA:                            No;
            la primera en cielo, sí;
               que es divina esta mujer.
TRISTÁN:    Por puntos las toparás
            tan bellas, que no podrás  
            ser firme en un parecer.
               Yo nunca he tenido aquí
            constante amor ni deseo,
            que siempre por la que veo
            me olvido de la que vi.      
GARCÍA:        ¿Dónde ha de haber resplandores
            que borren los de estos ojos?
TRISTÁN:    Míraslos ya con antojos
            que hacen las cosas mayores.
GARCÍA:        ¿Conoces, Tristán?...
TRISTÁN:                           No humanes      
            lo que por divino adoras;
            porque tan altas señoras
            no tocan a los Tristanes.
GARCÍA:        Pues yo, al fin, quien fuere, sea,
            la quiero y he de servilla.  
            Tú puedes, Tristán, seguilla.
TRISTÁN:    Detente, que ella se apea   
               en la tienda.
GARCÍA:                   Llegar quiero.
            ¿Usase en la corte?
TRISTÁN:                        Sí,
            con la regla que te di  
            de que es el polo el dinero. 
GARCÍA:        Oro traigo.
TRISTÁN:                ¡Cierra, España!,
            que a César llevas contigo;
            mas mira si en lo que digo
            mi pensamiento se engaña;  
               advierte, señor, si aquélla
            que tras ella sale agora
            puede ser sol de su aurora,
            ser aurora de su estrella.
GARCÍA:        Hermosa es también.
TRISTÁN:                           Pues mira  
            si la crïada es peor.
GARCÍA:     El coche es arco de amor,
            y son flechas cuantas tira.
               Yo llego.
TRISTÁN:               A lo dicho advierte...
GARCÍA:     ¿Y es?...
TRISTÁN:              Que a la mujer rogando,      
            y con el dinero dando.
GARCÍA:     ¡Consista en eso mi suerte!
TRISTÁN:       Pues yo, mientras hablas, quiero
            que me haga relación
            el cochero de quién son.   
GARCÍA:     ¿Dirálo?
TRISTÁN:             Sí, que es cochero.
Vase TRISTÁN. Salen JACINTA, LUCRECIA, ISABEL, con mantos; cae
JACINTA y llega don GARCÍA  y dale la mano

JACINTA:       ¡Válgame Dios!
GARCÍA:                       Esta mano
            os servid de que os levante,
            si merezco ser Atlante
            de un cielo tan soberano.    
JACINTA:       Atlante debéis de ser,
            pues lo llegáis a tocar.
GARCÍA:     Una cosa es alcanzar
            y otra cosa merecer.
               ¿Qué victoria es la beldad   
            alcanzar, por quien me abraso,
            si es favor que debo al caso,
            y no a vuestra voluntad? 
               Con mi propia mano así
            el cielo mas ¿qué importó,    
            si ha sido porque él cayó,
            y no porque yo subí?
JACINTA:       ¿Para qué fin se procura
            merecer?
GARCÍA:             Para alcanzar.
JACINTA:    Llegar al fin, sin pasar     
            por los medios, ¿no es ventura?
GARCÍA:        Sí.
JACINTA:           Pues ¿cómo estáis quejoso
            del bien que os ha sucedido,
            si el no haberlo merecido
            os hace más venturoso?     
GARCÍA:        Porque, como las acciones
            del agravio y el favor
            reciben todo el valor
            sólo de las intenciones,
               por la mano que os toqué     
            no estoy yo favorecido,
            si haberlo vos consentido
            con esa intención no fue.
               Y, así, sentir me dejad
            que, cuando tal dicha gano,  
            venga sin alma la mano 
            y el favor sin voluntad.
JACINTA:       Si la vuestra no sabía,
            de que agora me informáis,     
            injustamente culpáis       
            los defetos de la mía.
Sale TRISTÁN

TRISTÁN:       (El cochero hizo su oficio;        Aparte
            nuevas tengo de quién son).     
GARCÍA:     ¿Qué hasta aquí de mi afición
            nunca tuvisteis indicio?     
JACINTA:       ¿Cómo, si jamás os vi?
GARCÍA:     ¿Tampoco ha valido, ¡ay Dios!,
            más de un año que por vos
            he andado fuera de mí?
TRISTÁN:       (¿Un año, y ayer llegó    Aparte
            a la corte?)
JACINTA:             ¡Bueno a fe!
            ¿Mas de un año?  Juraré
            que no os vi en mi vida yo.
GARCÍA:        Cuando del indiano suelo
            por mi dicha llegué aquí,     
            la primer cosa que vi
            fue la gloria de ese cielo.
               Y aunque os entregué al momento
            el alma, habéislo ignorado
            porque ocasión me ha faltado    
            de deciros lo que siento.
JACINTA:       ¿Sois indiano?
GARCÍA:                       Y tales son
            mis riquezas, pues os vi,
            que al minado Potosí
            le quito la presunción.    
TRISTÁN:       (¿Indiano?)                        Aparte
JACINTA:               ¿Y sois tan guardoso
            como la fama los hace?
GARCÍA:     Al que más avaro nace,
            hace el amor dadivoso.
JACINTA:       ¿Luego, si decís verdad,     
            preciosas ferias espero?
GARCÍA:     Si es que ha de dar el dinero
            crédito a la voluntad,
               serán pequeños empleos,
            para mostrar lo que adoro,   
            daros tantos mundos de oro
            como vos me dais deseos.
               Mas ya que ni al merecer
            de esa divina beldad,
            ni a mi inmensa voluntad     
            ha de igualar el poder,
               por lo menos os servid;
            que esta tienda que os franqueo
            dé señal de mi deseo.
JACINTA:    (No vi tal hombre en Madrid).         Aparte
               Lucrecia, ¿qué te parece
            del indiano liberal?
LUCRECIA:   Que no te parece mal,
            Jacinta, y que lo merece.
GARCÍA:        Las joyas que gusto os dan,    
            tomad de este aparador.
Habla TRISTÁN aparte a don GARCÍA

TRISTÁN:    Mucho te arrojas, señor.
GARCÍA:     ¡Estoy perdido, Tristán.
Habla ISABEL aparte a las damas

ISABEL:        ¡Don Juan viene!
JACINTA:                      Yo agradezco,
            señor, lo que me ofrecéis.    
GARCÍA:     Mirad que me agraviaréis
            si no lográis lo que ofrezco.
JACINTA:       Yerran vuestros pensamientos,
            caballero, en presumir
            que puedo yo recibir    
            más que los ofrecimientos.
GARCÍA:        Pues ¿Qué ha alcanzado de vos
            el corazón que os he dado?
JACINTA:    El haberos escuchado.
GARCÍA:     Yo lo estimo.
JACINTA:                Adiós.
GARCÍA:                       Adiós,   
               y para amaros me dad
            licencia.
JACINTA:            Para querer,
            no pienso que ha menester
            licencia la voluntad.
Vanse las mujeres

GARCÍA:        Síguelas.
TRISTÁN:                Si te fatigas,   
            señor, por saber la casa
            de la que en amor te abrasa,
            ya la sé.
GARCÍA:               Pues no las sigas;
               que suele ser enfadosa
            la diligencia importuna.     
TRISTÁN:    "Doña Lucrecia de Luna
            se llama la más hermosa,
               que es mi dueño; y la otra dama
            que acompañándola viene,
            sé dónde la casa tiene;  
            mas no sé cómo se llama."
               Esto respondió el cochero.
GARCÍA:     Si es Lucrecia la más bella,
            no hay más que saber, pues ella     
            es la que habló, y la que quiero;    
               que, como el autor del día
            las estrellas deja atrás,
            de esa suerte a las demás,
            la que me cegó, vencía. 
TRISTÁN:       Pues a mí la que calló     
            me pareció más hermosa.
GARCÍA:     ¡Qué buen gusto!
TRISTÁN:                  Es cierta cosa
            que no tengo voto yo;
               mas soy tan aficionado
            a cualquier mujer que calla,      
            que bastó para juzgalla
            más hermosa haber callado.
               Mas dado, señor, que estés
            errado tú, presto espero,
            preguntándole al cochero   
            la casa, saber, quién es.
GARCÍA:        Y Lucrecia, ¿dónde tiene
            la suya?
TRISTÁN:            Que a la Victoria
            dijo, si tengo memoria.
GARCÍA:     Siempre ese nombre conviene  
               a la esfera venturosa
            que da eclíptica a tal luna.
Salen don JUAN y don FÉLIX, por otra parte

JUAN:       ¿Música y cena?  ¡Ah, Fortuna!
GARCÍA:     ¿No es éste don Juan de Sosa?
TRISTÁN:       El mismo.
JUAN:                  ¿Quién puede ser     
            el amante venturoso
            que me tiene tan celoso?
FÉLIX:      Que lo vendréis a saber
               a pocos lances, confío.
JUAN:       ¡Que otro amante le haya dado,    
            a quien mía se ha nombrado,
            música y cena en el río!
GARCÍA:        ¡Don Juan de Sosa!
JUAN:                              ¿Quién es?
GARCÍA:     ¿Ya olvidáis a don García?
JUAN:       Veros en Madrid lo hacía,  
            y el nuevo traje.
GARCÍA:                       Después
               que en Salamanca me visteis,
            muy otro debo de estar.
JUAN:       Más galán sois de seglar
            que de estudiante lo fuisteis.    
               ¿Venís a Madrid de asiento?
GARCÍA:     Sí.
JUAN:              Bien venido seáis.
GARCÍA:     Vos, don Félix, ¿cómo estáis?
FÉLIX:      De veros, por Dios, contento.
               Vengáis bueno en hora buena.      
GARCÍA:     Para serviros.  ¿Qué hacéis?
            ¿De qué habláis?  ¿En qué entendéis?
JUAN:       De cierta música y cena
               que en el río dio un galán
            esta noche a una señora,   
            era la plática agora.
GARCÍA:     ¿Música y cena, don Juan?
               ¿Y anoche?
JUAN:                    Sí.
GARCÍA:                      ¿Mucha cosa?
            ¿Grande fiesta?
JUAN:                      Así es la fama. 
GARCÍA:     ¿Y muy hermosa la dama?      
JUAN:       Dícenme que es muy hermosa.
GARCÍA:        ¡Bien!
JUAN:                 ¿Qué misterios hacéis?
GARCÍA:     De que alabéis por tan buena
            esa dama y esa cena,
            si no es que alabando estéis    
               mi fiesta y mi dama así.
JUAN:       ¿Pues tuvisteis también boda
            anoche en el río?
GARCÍA:                       Toda
            en eso la consumí.
TRISTÁN:       (¿Qué fiesta o qué dama es ésta,    Aparte
            si a la corte llegó ayer?)
JUAN:       ¿Ya tenéis a quien hacer,
            tan recién venido, fiesta?
               Presto el amor dio con vos.
GARCÍA:     No ha tan poco que he llegado     
            que un mes no haya descansado.
TRISTÁN:    (¡Ayer llegó, voto a Dios!             Aparte
               Él lleva alguna intención).
JUAN:       No lo he sabido, a fe mía,
            que al punto acudido habría,    
            a cumplir mi obligación.
GARCÍA:        He estado hasta aquí secreto.
JUAN:       Ésa la causa habrá sido
            de no haberlo yo sabido.
            Pero la fiesta, ¿en efeto    
               fue famosa?
GARCÍA:                  Por ventura,
            no la dio mejor el río.
JUAN:       (¡Ya de celos desvarío!)                 Aparte
            ¨Quién duda que la espesura
               del Sotillo el sitio os dio?   
GARCÍA:     Tales señas me vaya dando,
            don Juan, que voy sospechando
            que la sabéis como yo.
JUAN:          No estoy de todo ignorante,
            aunque todo no lo sé;      
            dijéronme no sé qué
            confusamente, bastante
               a tenerme deseoso
            de escucharos la verdad,
            forzosa curiosidad           
            en un cortesano ocioso...
               (o en un amante con celos).             Aparte
Don FÉLIX habla aparte a don JUAN

FÉLIX:      Advertid cuán sin pensar
            os han venido a mostrar
            vuestro contrario los cielos.     
GARCÍA:        Pues a la fiesta atended:
            contaréla, ya que veo
            que os fatiga ese deseo.
JUAN:       Haréisnos mucha merced.
GARCÍA:        Entre las opacas sombras  
            y opacidades espesas
            que el soto formaba de olmos
            y la noche de tinieblas,
            se ocultaba una cuadrada,
            limpia y olorosa mesa,  
            a lo italiano curiosa,
            a lo español opulenta.
            En mil figuras prensados
            manteles y servilletas,
            sólo envidiaron las almas  
            a las aves y a las fieras.
            Cuatro aparadores puestos
            en cuadra correspondencia,
            la plata blanca y dorada,
            vidrios y barros ostentan.   
            Quedó con ramas un olmo
            en todo el Sotillo apenas,
            que de ellas se edificaron,
            en varias partes, seis tiendas.
            Cuatro coros diferentes      
            ocultan las cuatro de ellas;
            otra, principios y postres,
            y las vïandas, la sexta.
            Llegó en su coche mi dueño,
            dando envidia a las estrellas;    
            a los aires, suavidad,
            y alegría a la ribera.
            Apenas el pie que adoro
            hizo esmeraldas ya hierba,
            hizo cristal la corriente,   
            las arenas hizo perlas,
            cuando, en copia disparados
            cohetes, bombas y ruedas,
            toda la región del fuego
            bajó en un punto a la tierra.   
            Aun no las sulfúreas luces
            se acabaron, cuando empiezan
            las de veinte y cuatro antorchas
            a oscurecer las estrellas.
            Empezó primero el coro     
            de chirimías; tras ellas,
            el de las vihuelas de arco
            sonó en la segunda tienda.
            Salieron con suavidad
            las flautas de la tercera,   
            y, en la cuarta, cuatro voces,   
            con guitarras y arpas suenan.
            Entre tanto, se sirvieron
            treinta y dos platos de cena,
            sin los principios y postres,     
            que casi otros tantos eran.
            Las frutas y las bebidas
            en fuentes y tazas hechas
            del cristal que da el invierno
            y el artificio conserva,     
            de tanta nieve se cubren,
            que Manzanares sospecha,
            cuando por el Soto pasa,
            que camina por la sierra.
            El olfato no está ocioso   
            cuando el gusto se recrea,
            que de espíritus süaves,
            de pomos y cazolejas
            y distilados sudores
            de aromas, flores y hierbas,      
            en el Soto de Madrid
            se vio la región sabea.
            en un hombre de diamantes,
            delicadas de oro flechas,
            que mostrasen a mi dueño   
            su crueldad y mi firmeza,
            al sauce, al junco y la mimbre
            quitaron su preeminencia;
            que han de ser oro las pajas
            cuando los dientes son perlas.    
            En esto, juntas en folla,
            los cuatro coros comienzan,
            desde conformes distancias,
            a suspender las esferas;
            tanto que, envidioso Apolo,  
            apresuró su carrera,           
            de todas estas estrellas.
            porque el principio del día         
            pusiese fin a la fiesta. 

    

JUAN:       ¡Por Dios, que la habéis pintado

            de colores tan perfetas,     

            que no trocara el oírla

            por haberme hallado en ella!

TRISTÁN:    (¡Válgate el diablo por hombre!  Aparte

            ­Que tan de repente pueda

            pintar un convite tal   

            que a la verdad misma venza!)

Hablan don JUAN y don FÉLIX aparte

JUAN:       ¡Rabio de celos!

FÉLIX:                      No os dieron

            del convite tales señas.

JUAN:       ¿Qué importa, si en la sustancia,

            el tiempo y lugar concuerdan?     

GARCÍA:     ¿Qué decís?

JUAN:                  Que fue el festín

            más célebre que pudiera

            hacer Alejandro Magno.

GARCÍA:     ¡Oh!  Son niñerías éstas

            ordenadas de repente.   

            Dadme vos que yo tuviera

            para prevenirme un día,

            que a las romanas y griegas

            fiestas que al mundo admiraron

            nueva admiración pusiera.  

Don GARCÍA mira adentro.  Hablan don FÉLIX y don JUAN aparte

FÉLIX:      Jacinta es la del estribo,

            en el coche de Lucrecia.

JUAN:       Los ojos a don García

            se le van, por Dios, tras ella.

FÉLIX:      Inquieto está y divertido.   

JUAN:       Ciertas son ya mis sospechas.

LOS DOS:    Adiós.

FÉLIX:           Entrambos a un punto

            fuisteis a una cosa mesma.

Vanse don JUAN y don FÉLIX

TRISTÁN:    (No vi jamás despedida         Aparte

            tan conforme y tan resuelta).     

GARCÍA:     Aquel cielo, primer móvil

            de mis acciones, me lleva

            arrebatado tras sí.

TRISTÁN:    Disimula y ten paciencia,

            que el mostrarse muy amante,      

            antes daña que aprovecha,

            y siempre he visto que son

            venturosas las tibiezas.

            Las mujeres y los diablos

            caminan por una senda,  

            que a las almas rematadas

            ni las siguen ni las tientan;

            que el tenellas ya seguras

            les hace olvidarse de ellas,

            y sólo de las que pueden   

            escapárselas se acuerdan.

GARCÍA:     Es verdad, mas no soy dueño

            de mí mismo,

TRISTÁN:                 Hasta que sepas

            extensamente su estado,

            no te entregues tan de veras;     

            que suele dar, quien se arroja

            creyendo las apariencias,

            en un pantano cubierto

            de verde, engañosa hierba.

GARCÍA:     Pues hoy te informa de todo.      

TRISTÁN:    Eso queda por mi cuenta.

            Y agora, antes que reviente,

            dime, por Dios, ¿qué fina llevas

            en las ficciones que he oído?

            Siquiera para que pueda      

            ayudarte, que cogernos

            en mentira será afrenta.

            Perulero te fingiste

            con las damas.

GARCÍA:                   Cosa es cierta,

            Tristán, que los forasteros     

            tienen más dicha con ellas,

            y más si son de las Indias,

            información de riqueza.

TRISTÁN:    Ese fin está entendido;

            mas pienso que el medio yerras,   

            pues han de saber al fin

            quién eres.

GARCÍA:                Cuando lo sepan,

            habré ganado en su casa

            o en su pecho ya las puertas

            con ese medio, y después,  

            yo me entenderé con ellas.

TRISTÁN:    Digo que me has convencido,

            señor; mas agora venga

            lo de haber un mes que estás

            en la corte.  ¿Qué fin llevas,  

            habiendo llegado ayer?

GARCÍA:     Ya sabes tú que es grandeza

            esto de estar encubierto

            o retirado en su aldea,

            o en su casa descansando.    

TRISTÁN:    ¡Vaya muy en hora buena!

            Lo del convite entre agora.

GARCÍA:     Fingílo, porque me pesa

            que piense nadie que hay cosa

            que mover mi pecho pueda     

            a envidia o admiración,

            pasiones que al hombre afrentan.

            Que admirarse en ignorancia,

            como envidiar es bajeza.

            Tú no sabes a qué sabe   

            cuando llega un portanuevas

            muy orgulloso a contar

            una hazaña o una fiesta,

            taparle la boca yo

            con otra tal, que se vuelva  

            con sus nuevas en el cuerpo

            y que reviente con ellas.

TRISTÁN:    ¡Caprichosa prevención,

            si bien peligrosa treta!

            La fábula de la corte      

            serás, si la flor te entrevan.

GARCÍA:     Quien vive sin ser sentido,

            quien sólo el número aumenta

            y hace lo que todos hacen,

            ¿en qué difiere de bestia?      

            Ser famosos en gran cosa,

            el medio cual fuere sea.

            Nómbrenme a mí en todas partes,   

            y murmúrenme siquiera;

            pues, uno, por ganar nombre,      

            abrasó el templo de Efesia.

            Y, al fin, es éste mi gusto,

            que es la razón de más fuerza.

TRISTÁN:    Juveniles opiniones

            sigue tu ambiciosa idea,     

            y cerrar has menester

            en la corte, la mollera.

Vanse don GARCÍA y TRISTÁN

                         [Sala en casa de don SANCHO]

Salen JACINTA e ISABEL, con mantos, y don BELTRÁN y don SANCHO

JACINTA:       ¿Tan grande merced?

BELTRÁN:                           No ha sido

            amistad de un solo día

            la que esta casa y la mía,      

            si os acordáis, se han tenido;

               y así, no es bien que extrañéis

            mi visita.

JACINTA:               Si me espanto

            es, señor, por haber tanto

            que merced no nos hacéis.  

               Perdonadme que, ignorando

            el bien que en casa tenía,

            me tardé en la Platería,

            ciertas joyas concertando.

BELTRÁN:       Feliz pronóstico dais   

            al pensamiento que tengo,

            pues cuando a casaros vengo

            comprando joyas estáis.

               Con don Sancho, vuestro tío,

            tengo tratado, señora,     

            hacer parentesco agora

            nuestra amistad, y confío

               --puesto que, como discreto,

            dice don Sancho que es justo

            remitirse a vuestro gusto--  

            que esto ha de tener efeto.

               Que, pues es la hacienda mía

            y calidad tan patente,

            sólo falta que os contente

            la persona de García.      

               Y aunque ayer a Madrid vino

            de Salamanca el mancebo,

            y de envidia el rubio Febo

            le ha abrasado en el camino,

               bien me atreveré a ponello   

            ante vuestros ojos claros,

            fïando que de agradaros

            desde la planta al cabello,

               si licencia le otorgáis

            para que os bese la mano.    

JACINTA:    Encarecer lo que gano

            en la mano que me dais,

               si es notorio, es vano intento,

            que estimo de tal manera

            las prendas vuestras, que diera   

            luego mi consentimiento,

               a no haber de parecer

            --por mucho que en ello gano--

            arrojamiento liviano

            en una honrada mujer.   

               Que el breve determinarse

            es cosa de tanto peso,

            o es tener muy poco seso

            o gran gana de casarse.

               Y en cuanto a que yo lo vea    

            me parece, si os agrada,

            que, para no arriesgar nada,

            pasando la calle sea.

               Que si, como puede ser

            y sucede a cada paso,   

            después de tratarlo, acaso

            se viniese a deshacer,

               ¿de qué me hubieran servido,

            o qué opinión me darán

            las visitas de un galán    

            con licencias de marido?

BELTRÁN:       Ya por vuestra gran cordura,

            si es mi hijo vuestro esposo,

            le tendré por tan dichoso

            como por vuestra hermosura.  

SANCHO:        De prudencia puede ser

            un espejo la que oís.

BELTRÁN:    No sin causa os remitís,

            don Sancho, a su parecer.

               Esta tarde, con García,      

            a caballo pasaré

            vuestra calle.

JACINTA:                Yo estaré

            detrás de esa celosía.

BELTRÁN:       Que le miréis bien os pido,

            que esta noche he de volver,      

            Jacinta hermosa, a saber

            cómo os haya parecido.

JACINTA:       ¿Tan apriesa?

BELTRÁN:                         Este cuidado

            no admiréis, que es ya forzoso;

            pues si vine deseoso    

            vuelvo agora enamorado.

               Y adiós.

JACINTA:                Adiós.

Habla don BELTRÁN a don SANCHO

BELTRÁN:                      ¿Dónde vais?

SANCHO:     A serviros.

BELTRÁN:                No saldré.

SANCHO:     Al corredor llegaré

            con vos, si licencia dais.   

Vanse los dos

ISABEL:        Mucha priesa te da el viejo.

JACINTA:    Yo se la diera mayor,

            pues también le está a mi honor,

            si a diferente consejo

            no me obligara el amor;      

               que, aunque los impedimentos

            del hábito de don Juan

            --dueño de mis pensamientos--   

            forzosa causa me dan

            de admitir otros intentos,   

               como su amor no despido,

            por mucho que lo deseo

            --que vive en el alma asido--

            tiemblo, Isabel, cuando creo

            que otro ha de ser mi marido.     

ISABEL:        Yo pensé que ya olvidabas

            a don Juan, viendo que dabas

            lugar a otras pretensiones.

JACINTA:    Cáusanlo estas ocasiones,

            Isabel, no te engañabas.   

               Que como ha tanto que está

            el hábito detenido,

            y no ha de ser mi marido

            si no sale, tengo ya

            este intento por perdido.    

               Y así, para no morirme,

            quiero hablar y divertirme,

            pues en vano me atormento;

            que en un imposible intento

            no apruebo el morir de firme.     

               Por ventura encontraré

            alguno que tal merezca,

            que mano y alma le dé.

ISABEL:     No dudo que el tiempo ofrezca

            sujeto digno a tu fe;   

               y, si no me engaño yo,

            hoy no te desagradó

            el galán indiano.

JACINTA:                   Amiga,

            ¿quieres que verdad te diga?

            Pues muy bien me pareció. 

               Y tanto, que te prometo

            que si fuera tan discreto,

            tan gentilhombre y galán

            el hijo de don Beltrán,

            tuviera la boda efeto.

ISABEL:        Esta tarde le verás

            con su padre por la calle.

JACINTA:    Veré sólo el rostro y talle;

            el alma, que importa más,

            quisiera ver con hablalle.

ISABEL:        Háblale.

JACINTA:              Hase de ofender

            don Juan si llega a sabello,

            y no quiero, hasta saber

            que de otro dueño he de ser,

            determinarme a perdello.

ISABEL:        Pues da algún medio, y advierte

            que siglos pasas en vano,

            y conviene resolverte,

            que don Juan es, de esta suerte,

            el perro del hortelano.     

               Sin que lo sepa don Juan

            podrás hablar, si tú quieres,

            al hijo de don Beltrán;

            que, como en su centro, están

            las trazas en las mujeres.

JACINTA:       Una pienso que podría

            en este caso importar.

            Lucrecia es amiga mía;

            ella puede hacer llamar

            de su parte a don García; 

               que, como secreta esté

            yo con ella en su ventana,

            este fin conseguiré.

ISABEL:     Industria tan soberana

            sólo de tu ingenio fue.

JACINTA:       Pues parte al punto, y mi intento

            le di a Lucrecia, Isabel.

ISABEL:     Sus alas tomaré al viento.

JACINTA:    La dilación de un momento

            le di que es un siglo en él.        

Sale don JUAN, al encuentro 

JUAN:          ¿Puedo hablar a tu señora?

ISABEL:     Sólo un momento ha de ser,

            que de salir a comer

            mi señor don Sancho es hora.
Vase ISABEL 

JUAN:          Ya, Jacinta, que te pierdo,   

            ya que yo me pierdo, ya...

JACINTA:    ¿Estás loco?

JUAN:                    ¿Quién podrá

            estar con tus cosas cuerdo?

JACINTA:       Repórtate y habla paso,

            que está en la cuadra mi tío.

JUAN:       Cuando a cenar vas al río,

            ¿cómo haces de él poco caso?

JACINTA:       ¿Qué dices?  ¿Estás en ti?

JUAN:       Cuando para trasnochar

            con otro tienes lugar, 

            ¿tienes tío para mí?

JACINTA:       ¿Trasnochar con otro?  Advierte

            que, aunque eso fuese verdad,

            era mucha libertad

            hablarme a mí de esa suerte;   

               cuanto más que es desvarío

            de tu loca fantasía.

JUAN:       Ya sé que fue don García

            el de la fiesta del río;

               ya los fuegos que a tu coche, 

            Jacinta, la salva hicieron;

            ya las antorchas que dieron

            sol al soto a media noche;

               ya los cuatro aparadores

            con vajillas varïadas; 

            las cuatro tiendas pobladas

            de instrumentos y cantores.

               Todo lo sé; y sé que el día

            te halló, enemiga, en el río;

            di agora que "es desvarío 

            de mi loca fantasía."

               Di agora que es libertad

            el tratarte de esta suerte,

            cuando obligan a ofenderte

            mi agravio y tu liviandad.

JACINTA:       ¡Plega a Dios!...

JUAN:                    Deja invenciones.

            Calla, no me digas nada,

            que en ofensa averiguada

            no sirven satisfacciones.

               Ya falsa, ya sé mi daño;  

            no niegues que te he perdido;

            tu mudanza me ha ofendido,

            no me ofende el desengaño.

               Y aunque niegues lo que oí,

            lo que vi confesarás;     

            que hoy lo que negando estás

            en sus mismos ojos vi.

               Y su padre, ¿qué quería

            agora aquí?  ¿Qué te dijo?

            ¿De noche estás con el hijo    

            y con el padre de día?

               Yo lo vi; ya mi esperanza

            en vano engañar dispones;

            ya sé que tus dilaciones

            son hijas de tu mudanza.    

               Mas crüel, ¡vive los cielos,

            que no has de vivir contenta!

            Abrásete, pues revienta,

            este volcán de mis celos.

               El que me hace desdichado     

            te pierda, pues yo te pierdo.

JACINTA:    ¿Tú eres cuerdo?

JUAN:                    ¿Cómo cuerdo,

            amante y desesperado?

JACINTA:       Vuelve, escucha; que si vale

            la verdad, presto verás   

            qué mal informado estás.

JUAN:       Voyme, que tu tío sale.

JACINTA:       No sale; escucha, que fío

            satisfacerte.

JUAN:                  Es en vano,

            si aquí no me das la mano.

JACINTA:    ¿La mano?  Sale mi tío.

FIN DEL PRIMER ACTO

SEGUNDO ACTO

Juan Ruiz de Alarcón

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