LA VERDAD SOSPECHOSA
by Juan Ruiz de Alarcón

 


ACTO TERCERO

 

                         [Sala en casa de don Sancho] 

Salen CAMINO con un papel y LUCRECIA 

CAMINO:        Éste me dio para ti

            Tristán, de quien don García

            con justa causa confía,

            lo mismo que tú de mí;  

               que, aunque su dicha es tan corta

            que sirve, es muy bien nacido,

            y de suerte ha encarecido

            lo que tu respuesta importa,

               que jura que don García     

            está loco.

LUCRECIA:               ¡Cosa extraña!

            ¿Es posible que me engaña

            quien de esta suerte porfía?

               El más firme enamorado

            se cansa si no es querido,  

            ¿y éste puede ser fingido,

            tan constante y desdeñado?

CAMINO:        Yo, al menos, si en las señales

            se conoce el corazón,

            ciertos juraré que son,   

            por las que he visto, sus males.

               Que quien tu calle pasea

            tan constante noche y día,

            quien tu espesa celosía

            tan atento brujulea,   

               quien ve que de tu balcón

            cuando él viene, te retiras,

            y ni te ve ni le miras,

            y está firme en tu afición,

               quien llora, quien desespera, 

            quien, porque contigo estoy,

            me da dineros --que es hoy  

            la señal más verdadera--,

               yo me afirmo en que decir

            que miente es gran desatino.

LUCRECIA:   Bien se echa de ver, Camino,

            que no le has visto mentir.

               ¡Pluguiera a Dios fuera cierto

            su amor!  Que, a decir verdad,

            no tarde en mi voluntad     

            hallaran sus ansias puerto.

               Que sus encarecimientos,

            aunque no los he creído,

            por lo menos han podido

            despertar mis pensamientos.      

               Que, dado que es necedad

            dar crédito al mentiroso,

            como el mentir no es forzoso

            y puede decir verdad,

               oblígame la esperanza

            y el propio amor a creer    

            que conmigo puede hacer

            en sus costumbres mudanza.

               Y así --por guardar mi honor,

            si me engaña lisonjero,   

            y, si es su amor verdadero,

            porque es digno de mi amor--,

               quiero andar tan advertida

            a los bienes y a los daños

            que ni admita sus engaños 

            ni sus verdades despida.

CAMINO:        De ese parecer estoy.

LUCRECIA:   ¿Pues dirásle que, crüel,

            rompí, sin vello, el papel;

            que esta respuesta le doy.  

               Y luego, tú, de tu aljaba,

            le di que no desespere,

            y que, si verme quisiere,

            vaya esta tarde a la Octava

               de la Magdalena.

CAMINO:                  Voy.

LUCRECIA:   Mi esperanza fundo en ti.

CAMINO:     No se perderá por mí,

            pues ves que Camino soy.

Vanse los dos 

[Sale en casa de don Beltrán] 

Salen don BELTRÁN, don GARCÍA, y TRISTÁN.  Don BELTRÁN saca una carta

abierta.  Dala a don GARCÍA 

BELTRÁN:       ¿Habéis escrito, García?

GARCÍA:     Esta noche escribiré.

BELTRÁN:    Pues abierta os la daré;

            porque, leyendo la mía,

               conforme a mi parecer

            a vuestro suegro escribáis;

            que determino que vais 

            vos en persona a traer

               vuestra esposa, que es razón;

            porque pudiendo traella

            vos mismo, envïar por ella

            fuera poca estimación.

GARCÍA:        Es verdad; mas sin efeto

            será agora mi jornada.

BELTRÁN:    ¿Por qué?

GARCÍA:             Porque está preñada;

            y hasta que un dichoso nieto

               te dé, no es bien arriesgar 

            su persona en el camino.

BELTRÁN:    ¡Jesús!  Fuera desatino

            estando así caminar.

               Mas dime; ¿cómo hasta aquí

            no me lo has dicho, García?

GARCÍA:     Porque yo no lo sabía;

            y en la que ayer recibí

               de doña Sancha, me dice

            que es cierto el preñado ya.

BELTRÁN:    Si un nieto varón me da   

            hará mi vejez felice.

               Muestra; que añadir es bien

Tómale la carta que le había dado 

cuánto con esto me alegro.

            Mas di, ¿cuál es de tu suegro

            el propio nombre?

GARCÍA:                  ¿De quién?

BELTRÁN:       De tu suegro.

GARCÍA:                  (Aquí me pierdo).      Aparte

            Don Diego.

BELTRÁN:               O yo me he engañado,

            o otras veces le has nombrado

            don Pedro.

GARCÍA:                También me acuerdo

               de eso mismo; pero son   

            suyos ambos nombres. 

BELTRÁN:    ¿Diego y Pedro?

GARCÍA:                    No te asombres;

            que, por una condición,

               "don Diego" se ha de llamar

            de su casa el sucesor. 

            Llamábase mi señor

            "don Pedro" antes de heredar;

               y como se puso luego

            "don Diego" porque heredó,

            después acá se llamó  

            ya "don Pedro," ya "don Diego."

BELTRÁN:       No es nueva esa condición

            en muchas casas de España.

            A escribirle voy.

Vase don BELTRÁN 

TRISTÁN:                 Extraña

            fue esta vez tu confusión.

GARCÍA:        ¿Has entrado en la historia?

TRISTÁN:    Y hubo bien en qué entender.

            El que mienta ha menester

            gran ingenio y gran memoria.

GARCÍA:        Perdido me vi.

TRISTÁN:                   Y en eso     

            pararás al fin, señor.

GARCÍA:     entre tanto, de mi amor

            veré el bueno o mal suceso.

               ¿Qué hay de Lucrecia?

TRISTÁN:                     Imagino,

            aunque de dura se precia,   

            que has de vencer a Lucrecia

            sin la fuerza de Tarquino.

GARCÍA:        ¿Recibió el billete?

TRISTÁN:                     Sí;

            aunque a Camino mandó

            que diga que lo rompió,   

            que él lo ha fïado de mí.

               Y, pues lo admitió, no mal

            se negocia tu deseo;

            si aquel epigrama creo

            que a Nevia escribió Marcial:  

               "Escribí; no respondió

            Nevia.  Luego dura está;

            mas ella se ablandará,

            pues lo que escribí leyó."

GARCÍA:        Que dice verdad sospecho.

TRISTÁN:    Camino está de tu parte,

            y promete revelarte

            los secretos de su pecho;

               y que ha de cumplillo espero

            si andas tú cumplido en dar,   

            que para hacer confesar

            no hay cordel como el dinero.

               Y aun fuera bueno, señor,

            que conquistaras tu ingrata

            con dádivas, pues que mata     

            con flechas de oro el Amor.

GARCÍA:        Nunca te he visto grosero,

            sino aquí, en tus pareceres.

            ¿Es ésta de las mujeres

            que se rinden por dinero?

TRISTÁN:       Virgilio dice que Dido

            fue del troyano abrasada,

            de sus dones obligada

            tanto como de Cupido. 

               ¡Y era reina!  No te espantes 

            de mis pareceres rudos,

            que escudos vencen escudos,

            diamantes labran diamantes.

GARCÍA:        ¿No viste que la ofendió

            mi oferta en la Platería?

TRISTÁN:    Tu oferta la ofendería,

            señor, que tus joyas no.

               Por el uso te gobierna;

            que a nadie en este lugar

            por desvergonzado en dar    

            le quebraron brazo o pierna.

GARCÍA:        Dame tú que ella lo quiera,

            que darle un mundo imagino.

TRISTÁN:    Camino dará camino,

            que es el polo de esta esfera.   

               Y porque sepas que está

            en buen estado tu amor,

            ella le mandó, señor,

            que te dijese que hoy va

               Lucrecia a la Magdalena  

            a la fiesta de la Octava,

            como que él te lo avisaba.

GARCÍA:     ¡Dulce alivio de mi pena!

               ¿Con ese espacio me das

            nuevas que me vuelven loco? 

TRISTÁN:    Dóytelas tan poco a poco

            porque dure el gusto más.

Vanse los dos 

[Claustro del convento de la Magdalena, con puerta a la iglesia] 

Salen JACINTA y LUCRECIA, con mantos 

JACINTA:       ¿Qué? ¿Prosigue don García?

LUCRECIA:   De modo que, son saber

            su engañoso proceder,     

            como tan firme porfía,

               casi me tiene dudosa.

JACINTA:    Quizá no eres engañada,

            que la verdad no es vedada

            a la boca mentirosa.   

               Quizá es verdad que te quiere,

            y más donde tu beldad

            asegura esa verdad

            en cualquiera que te viere.

LUCRECIA:      Siempre tú me favoreces;    

            mas yo lo creyera así

            a no haberte visto a ti

            que al mismo sol oscureces.

JACINTA:       Bien sabes tú lo que vales,

            y que en esta competencia   

            nunca ha salido sentencia

            por tener votos iguales.

               Y no es sola la hermosura

            quien causa amoroso ardor,

            que también tiene el amor 

            su pedazo de ventura.

               Yo me holgaré que por ti,

            amiga, me haya trocado,

            y que tú hayas alcanzado

            lo que yo no merecí;      

               porque ni tú tienes culpa

            ni él me tiene obligación.

            Pero ve con prevención,

            que no te queda disculpa

               si te arrojas en amar    

            y al fin quedas engañada

            de quien estás ya avisada

            que sólo sabe engañar.

LUCRECIA:      Gracias, Jacinta, te doy;

            mas tu sospecha corrige,    

            que estoy por creerle dije,

            no que por quererle estoy.

JACINTA:       Obligaráte el creer

            y querrás, siendo obligada,

            y, así, es corta la jornada    

            que hay de creer a querer.

LUCRECIA:      Pues ¿qué dirás si supieres

            que un papel he recibido?

JACINTA:    Diré que ya le has creído,

            y aun diré que ya le quieres.

LUCRECIA:      Erraráste; y considera

            que tal vez la voluntad

            hace por curiosidad

            lo que por amor no hiciera.

               ¿Tú no le hablaste gustosa  

            en la Platería?

JACINTA:                 Sí.

LUCRECIA:   ¿Y fuiste, en oírle allí,

            enamorada o curiosa?

JACINTA:       Curiosa.

LUCRECIA:           Pues yo con él

            curiosa también he sido,  

            como tú en haberle oído,

            en recibir su papel.

JACINTA:       Notorio verás tu error

            si adviertes que es el oír

            cortesía, y admitir       

            su papel claro favor.

LUCRECIA:      Eso fuera a saber él

            que su papel recibí;

            mas él piensa que rompí,

            sin leello, su papel.

JACINTA:       Pues, con eso, es cierta cosa

            que curiosidad ha sido.

LUCRECIA:   En mi vida me ha valido

            tanto gusto el ser curiosa.

               Y porque su falsedad     

            conozcas, escucha y mira

            si es mentira la mentira

            que más parece verdad.

Saca un papel y ábrele, y lee en secreto.  Salen

CAMINO, GARCÍA y TRISTÁN por otra parte 

CAMINO:        ¿Veis la que tiene en la mano

            un papel?

GARCÍA:               Sí.

CAMINO:                   Pues aquella  

            es Lucrecia.

GARCÍA:                  (¡Oh, causa bella        Aparte

            de dolor tan inhumano!

               Ya me abraso de celoso).

            ¡Oh, Camino, cuánto os debo!

A CAMINO 

TRISTÁN:    Mañana os vestís de nuevo.

CAMINO:     Por vos he de ser dichoso.

Vase CAMINO 

GARCÍA:    Llegarme, Tristán, pretendo

            adonde, sin que me vea,

            se posible fuera, lea

            el papel que está leyendo.

TRISTÁN:       No es difícil; que si vas

            a esta capilla arrimado,

            saliendo por aquel lado,

            de espaldas la cogerá.

GARCÍA:        Bien dices.  Ven por aquí.  

Vanse los dos 

JACINTA:    Lee bajo, que darás

            mal ejemplo.

LUCRECIA:              No me oirás.

            Toma y lee para ti.

Le da el papel a JACINTA 

JACINTA:       Ése es mejor parecer.

Salen TRISTÁN y GARCÍA por otra puerta; cogen de espaldas a las

mujeres 

TRISTÁN:    Bien a fin se consiguió.

GARCÍA:     Tú, si ves mejor que yo,

            procura, Tristán leer.

Lee 

JACINTA:       "Ya que mal crédito cobras

            de mis palabras sentidas,

            dime si serán creídas,  

            pues nunca mienten, las obras.

               Que si consiste el creerme,

            señora, en ser tu marido,

            y ha de dar el ser creído

            material al favorecerme,    

               por éste, Lucrecia mía,

            que de mi mano te doy

           firmado, digo que soy

            ya tu esposo don García."

Hablan aparte GARCÍA y TRISTÁN 

GARCÍA:        ¡Vive Dios, que es mi papel!

TRISTÁN:    Pues ¿qué?  ¿No lo vio en su casa?

GARCÍA:     Por ventura lo repasa,

            regalándose con él.

TRISTÁN:       Comoquiera te está bien.

GARCÍA:     Comoquiera soy dichoso.

JACINTA:    Él es breve y compendioso;

            o bien siente o miente bien.

GARCÍA:        Volved los ojos, señora,

            cuyos rayos no resisto.

Tápanse LUCRECIA y JACINTA y hablan aparte 

JACINTA:    Cúbrete, pues no te ha visto,  

            y desengáñate agora.

LUCRECIA:      Disimula y no me nombres.

GARCÍA:     Corred los delgados velos

            a ese asombro de los cielos,

            a ese cielo de los hombres. 

               ¿Posible es que os llego a ver,

            homicida de mi vida? 

            Mas, como sois mi homicida,

            en la iglesia hubo de ser.

            Si os obliga a retraer 

            mi muerte, no hayáis temor,

            que de las leyes de amor

            es tan grande el desconcierto,

            que dejan preso al que es muerto

            y libre al que es matador.  

               Ya espero que de mi pena

            estás, mi bien, condolida,

            si el estar arrepentida

            os trajo a la Magdalena.

            Ved cómo el amor ordena   

            recompensa al mal que siento,

            pues si yo llevé el tormento

            de vuestra crueldad, señora,

            la gloria me llevo agora,

            de vuestro arrepentimiento.

               ¿No me habláis, dueño querido?

            ¿No os obliga el mal que paso?

            ¿Arrepentísos acaso

            de haberos arrepentido?

            Que advirtáis, señora, os pido,   

            que otra vez me mataréis.

            Si porque en la iglesia os veis,

            probáis en mí los aceros,

            mirad que no ha de valeros

            si en ella el delito hacéis.

JACINTA:       ¿Conocéisme?

GARCÍA:                    ¡Y bien, por Dios!

            Tanto, que desde aquel día

            que os hablé en la Platería,

            no me conozco por vos;

            de suerte que, de los dos,  

            vivo más en vos que en mí;

            que tanto, desde que os vi,

            en vos transformado estoy,

            que ni conozco el que soy

            ni me acuerdo del que fui. 

JACINTA:       Bien se echa de ver que estáis

            del que fuisteis olvidado,

            pues sin ver que sois casado,

            nuevo amor solicitáis.

GARCÍA:     ¡Yo casado!  ¿En eso dais?

JACINTA:    ¿Pues no?

GARCÍA:             ¡Qué vana porfía!

            Fue, por Dios, invención mía,

            por ser vuestro.

JACINTA:                   O por no sello;

            y si os vuelven a hablar de ello,

            seréis casado en Turquía.

GARCÍA:        Y vuelvo a jurar, por Dios,

            que en este amoroso estado,

            para todas soy casado

            y soltero para vos.

Aparte a LUCRECIA 

JACINTA:       ¿Ves tu desengaño?

LUCRECIA:                (¡Ah, cielos!            Aparte

            ¿Apenas una centella

            siento de amor, y ya de ella

            nacen volcanes de celos?

GARCÍA:        Aquella noche, señora,

            que en el balcón os hablé,   

            ¿todo el caso no os conté?

JACINTA:    ¿A mí en balcón?

LUCRECIA:                (¡Ah, traidora!)         Aparte

JACINTA:       Advertid que os engañáis.

            ¿Vos me hablasteis?

GARCÍA:                     ¡Bien, por Dios!

LUCRECIA:   (¿Habláisle de noche vos,     Aparte

            y a mi consejos me dais?)

GARCÍA:        Y el papel que recibisteis,

            ¿negaréislo?

JACINTA:              ¿Yo, papel?

LUCRECIA:   (¡Ved qué amiga tan fiel!)    Aparte

GARCÍA:     Y sé que lo leísteis.  

JACINTA:       Pasar por donaire puede,

            cuando no daña, el mentir;

            mas no se puede sufrir

            cuando ese límite excede.

GARCÍA:        ¿No os hablé en vuestro balcón, 

            Lucrecia, tres noches ha?

JACINTA:    (¿Yo Lucrecia?  Bueno va;             Aparte

            toro nuevo, otra invención.

               A Lucrecia ha conocido,

            y es muy cierto el adoralla,     

            pues finge, por no enojalla,

            que por ella me ha tenido).

LUCRECIA:      (Todo lo entiendo. ¡Ah Traidora!   Aparte

            Sin duda que le avisó

            que la tapada fui yo,  

            y quiere enmendallo agora

               con fingir que fue el tenella,

            por mí, la causa de hablalla).

A don GARCÍA 

TRISTÁN:    Negar debe de importalla,

            por la que está junto de ella, 

               ser Lucrecia.

GARCÍA:                  Así lo entiendo,

            que si por mí lo negara,  

            encubriera ya la cara.

            Pero, no se conociendo,

               ¿se hablarán las dos?

TRISTÁN:                      Por puntos     

            suele en las iglesias verse

            que parlan, sin conocerse,

            los que aciertan a estar juntos.

GARCÍA:        Dices bien.

TRISTÁN:                 Fingiendo agora

            que se engañaron tus ojos,     

            lo enmendarás.

GARCÍA:                   Los antojos

            de un ardiente amor, señora,

               me tienen tan deslumbrado,

            que por otra os he tenido.

            Perdonad, que yerro ha sido 

            de esa cortina causado.

               Que, como a la fantasía

            fácil engaña el deseo,

            cualquiera dama que veo

            se me figura la mía.

JACINTA:       (Entendíle la intención).  Aparte

LUCRECIA:   (Avisóle la taimada).                 Aparte

JACINTA:    Según eso, la adorada

            es Lucrecia.

GARCÍA:                El corazón,

               desde el punto que la vi,     

            la hizo dueña de mi fe.

A LUCRECIA 

JACINTA:    ¡Bueno es esto!

LUCRECIA:                 (¡Que ésta esté

            haciendo burla de mí!

               No me doy por entendida,

            por no hacer aquí un exceso).

JACINTA:    Pues yo pienso que, a estar de eso

            cierta, os fuera agradecida

               Lucrecia.

GARCÍA:                 ¿Tratáis con ella?

JACINTA:    Trato, y es amiga mía;

            tanto, que me atrevería   

            a afirmar que en mí y en ella

               vive sólo un corazón.

GARCÍA:     (¡Si eres tú, bien claro está!       Aparte

            ¡Qué bien a entender me da

            su recato y su intención!)     

               Pues ya que mi dicha ordena

            tan buena ocasión, señora,

            pues sois ángel, sed agora

            mensajera de mi pena.

               Mi firmeza le decid,     

            y perdonadme si os doy

            este oficio.

TRISTÁN:              (Oficio es hoy              Aparte

            de las mozas en Madrid).

GARCÍA:        Persuadidle que a tan grande

            amor ingrata no sea.

JACINTA:    Hacedle vos que lo crea,

            que yo la haré que se ablanda.

GARCÍA:        ¿Por qué no creerá que muero,

            pues he visto su beldad?

JACINTA:    Porque si os digo verdad    

            no os tiene por verdadero.

GARCÍA:        ¡Ésta es verdad, vive Dios!

JACINTA:    Hacedle vos que lo crea.

            ¿Qué importa que verdad sea,

            si el que la dice sois vos? 

               Que la boca mentirosa

            incurre en tan torpe mengua,

            que, solamente en su lengua

            es la verdad sospechosa.

GARCÍA:        Señora...

JACINTA:            Basta; mirad   

            que dais nota.

GARCÍA:                Yo obedezco.

A LUCRECIA 

JACINTA:    ¿Vas contenta?

LUCRECIA:                Yo agradezco,

            Jacinta, tu voluntad.

Vanse las dos 

GARCÍA:        ¿No ha estado aguda Lucrecia?

            ¡Con qué astucia dio a entender     

            que le importaba no se

            Lucrecia!

TRISTÁN:            A fe que no es necia.

GARCÍA:        Sin duda que no quería

            que la conociese aquella

            que estaba hablando con ella.

TRISTÁN:    Claro está que no podía

               obligalla otra ocasión

            a negar cosa tan clara,

            porque a ti no te negara

            que te habló por su balcón,  

               pues ella misma tocó

            los puntos de que tratasteis

            cuando por él os hablasteis.

GARCÍA:     En eso bien mi mostró

               que de mí no se encubría.

TRISTÁN:    Y por eso dijo aquello:

            "Y si os vuelven a hablar de ello,

            seréis casado en Turquía."

               Y esta conjetura abona

            más claramente el negar   

            que era Lucrecia y tratar

            luego en tercera persona

               de sus propios pensamientos,

            diciéndote que sabía

            que Lucrecia pagaría 

            tus amorosos intentos,

               con que tú hicieses, señor,

            que los llegase a creer.

GARCÍA:     ¡Ay, Tristán!  ¿Qué puedo hacer

            para acreditar mi amor?     

TRISTÁN:       ¿Tú quieres casarte?

GARCÍA:                       Sí.

TRISTÁN:    Pues pídela.

GARCÍA:                ¿Y si resiste?

TRISTÁN:    Parece que no le oíste

            lo que dijo agora aquí:

               "Hacedla vos que lo crea,     

            que yo la haré que se ablande."

            ¿Qué indicio quieres más grande

            de que ser tuya desea?

               Quien tus papeles recibe,

            quien te habla en sus ventanas,  

            muestras ha dado bien llanas

            de la afición con que vive.

               El pensar que eres casado

            la refrena solamente,

            y queda ese inconveniente   

            con casarte remediado;

               pues es el mismo casarte,

            siendo tan gran caballero,

            información de soltero.

            Y, cuando quiera obligarte  

               a que des información,

            por el temor con que va

            de tus engaños, no está

            Salamanca en el Japón.

GARCÍA:        Sí está para quien desea,

            que son ya siglos en mí   

            los instantes.

TRISTÁN:                  Pues aquí,

            ¿No habrá quien testigo sea?

GARCÍA:        Puede ser.

TRISTÁN:                 Es fácil cosa.

GARCÍA:     Al punto lo buscaré.

TRISTÁN:    Uno, yo te lo daré.

GARCÍA:     ¿Y quién es?

TRISTÁN:               Don Juan de Sosa.

GARCÍA:        ¿Quién?  ¡Don Juan de Sosa!

TRISTÁN:                          Sí.

GARCÍA:     Bien lo sabe.

TRISTÁN:                Desde el día

            que te habló en la Platería  

            no le he visto, ni él a ti.

               Y, aunque siempre he deseado

            saber qué pesar te dio

            el papel que te escribió,

            nunca te lo he preguntado,  

               viendo que entonces, severo

            negaste y descolorido;

            mas agora, que he venido

            tan a propósito, quiero

               pensar que puedo, señor,    

            pues secretario me has hecho

            del archivo de tu pecho,

            y se pasó aquel furor.

GARCÍA:        Yo te lo quiero contar,

            que, pues sé por experiencia   

            tu secreto y tu prudencia,

            bien te lo puedo fïar.

A las siete de la tarde

            me escribió que me aguardaba

            en San Blas don Juan de Sosa     

            para un caso de importancia.

            Callé, por ser desafío,

            que quiere, el que no lo calla,

            que le estorben o le ayuden,

            cobardes acciones ambas.    

            Llegué al aplazado sitio,

            donde don Juan me aguardaba

            con su espada y con sus celos,

            que son armas de ventaja.

            Su sentimiento propuso,     

            satisfice a su demanda,

            y, por quedar bien, al fin,

            desnudamos las espadas.

            Elegí mi medio al punto,

            y, haciéndole una ganancia     

            por los grados del perfil,

            le di una fuerte estocada.

            Sagrada fue de su vida 

            un Agnus Dei que llevaba,

            que, topando en él la punta,   

            hizo dos partes mi espada.

            Él sacó pies del gran golpe;

            pero, con ardiente rabia,

            vino, tirando una punta;

            mas yo, por la parte flaca, 

            cogí su espada, formando

            un atajo.  Él presto saca

            --como la respiración

            tan corta línea le tapa,

            por faltarle los dos tercios     

            a mi poco fiel espada--

            la suya, corriendo filos,

            y, como cerca me halla

            --porque yo busqué el estrecho

            por la alta de mis armas--  

            a la cabeza, furioso,

            me tiró una cuchillada.

            Recibíla en el principio

            de su formación, y baja,

            matándole el movimiento   

            sobre la suya mi espada.

            ¡Aquí fue Troya!  Saqué

            un revés con tal pujanza, 

            que la falta de mi acero

            hizo allí muy poca falta; 

            que, abriéndole en la cabeza

            un palmo de cuchillada,

            vino sin sentido al suelo,

            y aun sospecho que sin alma.

            Dejéle así y con secreto     

            me vine.  Esto es lo que pasa,

            y de no verle estos días,

            Tristán, es ésta la causa.

TRISTÁN:    ¡Qué suceso tan extraño!

            ¿Y si murió?

GARCÍA:                  Cosa es clara, 

            porque hasta los mismos sesos

            esparció por la campaña.

 

TRISTÁN:    ¡Pobre don Juan...!  Mas, ¿no es éste

            que viene aquí?

Salen don JUAN y don BELTRÁN por otra parte 

GARCÍA:                  ¡Cosa extraña!

TRISTÁN:    ¿También a mí me la pegas?   

            ¿Al secretario del alma?

            (¡Por Dios, que se le creí,   Aparte

            con conocelle las mañas!

            Mas ¿a quién no engañarán

            mentiras tan bien trobadas?)

GARCÍA:     Sin duda que le han curado

            por ensalmo.

TRISTÁN:               Cuchillada

            que rompió lo mismos sesos,

            ¿en tan breve tiempo sana?

GARCÍA:     ¿Es mucho?  Ensalmo sé yo 

            con que un hombre, en Salamanca,

            a quien cortaron a cercen

            un brazo con media espalda,

            volviéndosela a pegar,

            en menos de una semana 

            quedó tan sano y tan bueno

            como primero.

TRISTÁN:               ¡Ya escampa!

GARCÍA:     Esto no me lo contaron;

            yo lo vi mismo.

TRISTÁN:                 Eso basta.

GARCÍA:     ¡De la verdad, por la vida, 

            no quitaré una palabra!

TRISTÁN:    (¡Que ninguno se conozca!)            Aparte

            Se¤or, mis servicios paga

            con enseñarme ese salmo.

GARCÍA:     Está en dicciones hebraicas,   

            y, si no sabes la lengua,

            no has de saber pronunciarlas.

TRISTÁN:    Y tú, ¿sábesla?

GARCÍA:                    ¡Qué bueno!

            Mejor que la castellana.

            Hablo diez lenguas.

TRISTÁN:                 (Y todas                 Aparte

            para mentir no te bastan.

            "Cuerpo de verdades lleno"

            con razón el tuyo llaman,

            pues ninguna sale de él

            ni hay mentira que no salga).    

Hablan aparte don BELTRÁN y don JUAN 

BELTRÁN:    ¿Qué decís?

JUAN:                  Esto es verdad.

            Ni caballero ni dama

            tiene, si mal no me acuerdo,

            de esos nombres Salamanca.

BELTRÁN:    (Sin duda que fue invención     Aparte

            de García, cosa es clara.

            Disimular me conviene).

            Gocéis por edades largas,

            con una rica encomienda,

            de la cruz de Calatrava.

JUAN:       Creed que siempre he de ser

            más vuestro cuando más valga.

            Y perdonadme, que ahora,

            por andar dando las gracias

            a esos señores, no os voy 

            sirviendo hasta vuestra casa.

Vase don JUAN 

BELTRÁN:    (¡Válgame Dios!  ¿Es posible     Aparte

            que a mí no me perdonaran

            las costumbres de este mozo?

            ¿Que aun a mí en mis propias canas, 

            me mintiese, al mismo tiempo

            que riñéndoselo estaba?

            ¿Y que le creyese yo,

            en cosa tan de importancia,

            tan presto, habiendo ya oído   

            de sus engaños la fama?

            Mas ¿quién creyera que a mí

            me mintiera, cuando estaba

            reprehendiéndole eso mismo?

            Y ¿qué juez se recelara   

            que el mismo ladrón le robe,

            de cuyo castigo trata?

TRISTÁN:    ¿Determinaste a llegar?

GARCÍA:     Sí, Tristán.

TRISTÁN:                Pues Dios te valga.

GARCÍA:     Padre...

BELTRÁN:            ¡No me llames padre,     

            vil!  Enemigo me llama,

            que no tiene sangre mía

            quien no me parece en nada.

            Quítate de ante mis ojos,

            que, por Dios, si no mirara...

TRISTÁN:    ¡El mar está por el cielo;

            mejor ocasión aguarda!

BELTRÁN:    ¡Cielos!  ¿Qué castigo es éste?

            ¿Es posible que a quien ama

            la verdad como yo, un hijo  

            de condición tan contraria

            le diésedes?  ¿Es posible

            que quien tanto su honor guarda  

            como yo, engendrase un hijo

            de inclinaciones tan bajas, 

            y a Gabriel, que honor y vida

            daba a mi sangre y mis canas,

            llevásedes tan en flor?

            Cosas son que, a no mirarlas

            como cristiano...

GARCÍA:                  (¿Qué es esto?)  Aparte

TRISTÁN:    Quítate de aquí!  ¿Qué aguardas?

BELTRÁN:    Déjanos solos, Tristán.

            Pero vuelve, no te vayas;

            por ventura, la vergüenza

            de que sepas tú su infamia     

            podrá en él lo que no pudo

            el respeto de mis canas.

            Y, cuando ni esta vergüenza

            le obligue a enmendar sus faltas,

            servirále, por lo menos   

            de castigo el publicallas.

            Di, liviano, ¿qué fin llevas?

            Loco, di, ¿qué gusto sacas

            de mentir tan sin recato?

            Y, cuando con todos vayas   

            tras tu inclinación, ¿conmigo

            siquiera no te enfrenaras?

            ¿Con qué intento el matrimonio 

            fingiste de Salamanca,

            para quitarles también    

            el crédito a mis palabras?

            ¿Con qué cara hablaré yo     

            a los que dije que estabas

            con doña Sancha de Herrera

            desposado?  ¿Con qué cara,     

            cuando, sabiendo que fue

            fingida esta doña Sancha,

            por cómplices del embuste,

            infamen mis nobles canas?

            ¿Qué medio tomaré yo         

            que saque bien esta mancha,

            pues, a mejor negociar,

            si de mí quiero quitarla,

            he de ponerla en mi hijo,

            y, diciendo que la causa    

            fuiste tú, he de ser yo mismo

            pregonero de tu infamia?

            Si algún cuidado amoroso

            te obligó a que me engañaras,

            ¿qué enemigo te oprimía?

            ¿Qué puñal te amenazaba,     

            sino un padre, padre al fin?

            Que este nombre solo basta

            para saber de qué modo

            le enternecieran tus ansias.      

            ¡Un viejo que fue mancebo,

            y sabe bien la pujanza

            con que en pechos juveniles

            prenden amorosas llamas!

GARCÍA:     Pues si lo sabes, y entonces     

            para excusarme bastara,

            para que mi error perdones

            agora, padre, me valga.

            Parecerme que sería

            respetar poco tus canas     

            no obedecerte, pudiendo,

            me obligó a que te engañara.

            Error fue, no fue delito;

            no fue culpa, fue ignorancia;

            la causa, amor; tú, mi padre.  

            ¡Pues tú dices que esto basta!

            Y ya que el daño supiste,

            escucha la hermosa causa,

            porque el mismo dañador

            el daño te satisfaga.     

            Doña Lucrecia, la hija

            de don Juan de Luna, es alma

            de esta vida, es principal

            y heredera de su casa;

            y, para hacerme dichoso     

            con su hermosa mano, falta

            sólo que tú lo consientas

            y declares que la fama

            de ser yo casado tuvo

            ese principio, y es falsa.

BELTRÁN:    No, no.  ¡Jesús!  ¡Calla!  ¿En otra

            habías de meterme?  Basta.

            Ya, si dices que ésta es luz,

            he de pensar que me engañas.

GARCÍA:     No, señor; lo que a las obras  

            se remite, es verdad clara,

            y Tristán, de quien te fías,

            es testigo de mis ansias.

            Dile, Tristán.

TRISTÁN:                  Sí, señor;

            lo que dice es lo que pasa.

BELTRÁN:    ¿No te corres de esto?  Di.

            ¿No te avergüenza que hayas 

            menester que tu crïado

            acredite lo que hablas?

            Ahora bien; yo quiero hablar     

            a don Juan, y el cielo haga

            que te dé a Lucrecia, que eres

            tal, que es ella la engañada.

            Mas primero he de informarme

            en esto de Salamanca,  

            que ya temo que, en decirme

            que me engañaste, me engañas.

            Que, aunque la verdad sabía

            antes que hablarte llegara,

            la has hecho ya sospechosa  

            tú, con sólo confesarla.

Vase don BELTRÁN 

GARCÍA:     ¡Bien se ha hecho!

TRISTÁN:                   ¡Y cómo bien!

            que yo pensé que hoy probabas

            en ti aquel psalmo hebreo

            que brazos cortados sana.   

Vanse los dos. 

[Sala con vistas a un jardín, en casa de don JUAN de Luna] 

Salen don JUAN, viejo, y don SANCHO 

JUAN:          Parece que la noche ha refrescado.

SANCHO:     Señor don Juan de Luna, para el río,

            éste es fresco, en mi edad, demasiado.

JUAN:          Mejor será que en ese jardín mío

            se nos ponga la mesa, y que gocemos   

            la cena con sazón, templado el frío.

SANCHO:        Discreto parecer.  Noche tendremos

            que dar a Manzanares más templada,

            que ofenden la salud estos extremos.

Hacia adentro 

JUAN:          Gozad de vuestra hermosa convidada

            por esta noche en el jardín, Lucrecia.

SANCHA:     Veáisla, quiera Dios, bien empleada,

               que es un ángel.

JUAN:                    Demás de que no es necia,

            y ser, cual veis, don Sancho, tan hermosa,

            menos que la virtud la vida precia.   

Sale un CRIADO 

CRIADO:        Preguntando por vos, don Juan de Sosa

            a la puerta llegó y pide licencia.

SANCHO:     ¿A tal hora?

JUAN:                  Será ocasión forzosa.

SANCHO:        Entre el señor don Juan.

Vase el CRIADO.  Sale don JUAN, galán, con un papel 

JUAN de S:               A esa presencia,

            sin el papel que veis, nunca llegara; 

            mas ya con él, faltaba la paciencia,

               que no quiso el amor que dilatara

            la nueva un punto, si alcanzar la gloria

            consiste en eso, de mi prenda cara.

               Ya el hábito salió; si en la memoria

            la palabra tenéis que me habéis dado,

            colmaréis, con cumplirla, mi victoria.

SANCHO:        Mi fe, señor don Juan, habéis premiado

            con no haber esta nueva tan dichosa

            por un momento sólo dilatado.  

               A darlo voy a mi Jacinta hermosa,

            y perdonad que, por estar desnuda,

            no la mando salir.

Vase don SANCHO 

JUAN de L:                 Por cierta cosa

               tuve siempre el vencer, que el cielo ayuda

            la verdad más oculta, y premiada    

            dilación pudo haber, pero no duda.

Salen don GARCÍA, don BELTRÁN, y TRISTÁN por otra puerta 

BELTRÁN:       Ésta no es ocasión acomodada   

            de hablarle, que hay visita, y una cosa

            tan grave a solas ha de ser tratada.

GARCÍA:        Antes nos servirá don Juan de Sosa    

            en lo de Salamanca por testigo.

BELTRÁN:    ¡Que lo hayáis menester!  ¡Qué infame cosa!

               En tanto que a don Juan de Luna digo

            nuestra intención, podréis entretenello.

JUAN de L: ¡Amigo don Beltrán!

BELTRÁN:                   ¡Don Juan, amigo!

JUAN de L:     ¿A tales horas tal exceso?

BELTRÁN:                            En ello

            conoceréis que estoy enamorado.

JUAN de L:  Dichosa la que pudo merecello.

BELTRÁN:       Perdón me habéis de dar; que haber hallado

            la puerta abierta, y la amistad que os tengo,

            para entrar sin licencia me la han dado.

JUAN de L:     Cumplimientos dejad, cuando prevengo

            el pecho a la ocasión de esta venida.

BELTRÁN:    Quiero deciros, pues, a lo que vengo.

Don GARCÍA habla aparte a don JUAN de Sosa 

GARCÍA:        Pudo, señor don Juan, ser oprimida

            de algún pecho de envidia emponzoñado

            verdad tan clara, pero no vencida.

               Podéis, por Dios, creer que me ha alegrado

            vuestra victoria.

JUAN de S:                  De quien sois lo creo.

GARCÍA:     Del hábito gocéis encomendado,    

               como vos merecéis y yo deseo.

JUAN de L:  Es en eso Lucrecia tan dichosa,

            que pienso que es soñado el bien que veo.

               Con perdón del señor don Juan de Sosa,

            oíd una palabra, don Garcia.   

            Que a Lucrecia queréis por vuestra esposa

               me ha dicho don Beltrán.

GARCÍA:                        El alma mía,

            mi dicha, honor y vida está en su mano.

JUAN de L: Yo, desde aquí, por ella os doy la mía;

Danse las manos 

que como yo sé en eso lo que gano,

            lo sabe ella también, según la he oído

            hablar de vos.

GARCÍA:                  Por bien tan soberano,

            los pies, señor don Juan de Luna, os pido.

Salen don SANCHO, JACINTA y LUCRECIA 

LUCRECIA:      Al fin, tras tanto contrastes,

            tu dulce esperanzas logras.

JACINTA:    Con que tú logres la tuya

            seré del todos dichosa.

JUAN de L:  Ella sale con Jacinta

            ajena de tanta gloria,

            más de calor descompuesta 

            que aderezada de boda.

            Dejad que albricias le pida

            de una nueva tan dichosa.

Hablan aparte don GARCÍA y don BELTRÁN 

BELTRÁN:    Acá está don Sancho.  ¡Mira

            en qué vengo a verme agora!

GARCÍA:     Yerros causados de amor,

            quien es cuerdo los perdona.     

A don JUAN, viejo 

LUCRECIA:   ¿No es casado en Salamanca?

JUAN de L:  Fue invención suya engañosa,

            procurando que su padre     

            no le casase con otra.

LUCRECIA:   Siendo así, mi voluntad

            es la tuya, y soy dichosa.

SANCHO:     Llegad, ilustres mancebos,

            a vuestras alegres novias;  

            que dichosas se confiesan

            y os aguardan amorosas.

GARCÍA:     Agora de mis verdades

            darán probanza las obras.

Vanse don GARCÍA y don JUAN de Sosa a JACINTA 

JUAN de S:  ¿Adónde vais, don García?    

            Veis allí a Lucrecia hermosa.

GARCÍA:     ¿Cómo Lucrecia?

BELTRÁN:                  ¿Qué es esto?

A JACINTA 

GARCÍA:     Vos sois mi dueño, señora.

BELTRÁN:    ¿Otra tenemos?

GARCÍA:                   Si el nombre

            erré, no erré la persona.    

            Vos sois a quien yo he pedido,

            y vos la que el alma adora.

LUCRECIA:   Y este papel engañoso,

Saca un papel 

que es de vuestra mano propia,

            ¿lo que decís no desdice?

BELTRÁN:    ¡Que en tal afrenta me pongas!

JUAN de S:  Dadme, Jacinta, la mano,

            y daréis fin a estas cosas.

SANCHO:     Dale la mano a don Juan.

A don JUAN de Sosa 

JACINTA:    Vuestra soy.

GARCÍA:                 Perdí mi gloria.

BELTRÁN:    ¡Vive Dios, si no recibes

            a Lucrecia por esposa,

            que te he de quitar la vida!

JUAN de L:  La mano os he dado agora

            por Lucrecia, y me la disteis;   

            si vuestra inconstancia loca

            os ha mudado tan presto,

            yo lavaré mi deshonra

            con sangre de vuestras venas.

TRISTÁN:    Tú tienes la culpa toda;  

            que si al principio dijeras

            la verdad, ésta es la hora

            que de Jacinta gozabas.

            Ya no hay remedio, perdona,

            y da la mano a Lucrecia,    

            que también es buena moza.

GARCÍA:     La mano doy, pues es fuerza.

TRISTÁN:    Y aquí verás cuán dañosa

            es la mentira; y verá

            el senado que, en la boca   

            del que mentir acostumbra,

            es la verdad sospechosa. 

FIN DE LA COMEDIA

Juan Ruiz de Alarcón

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