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Sé muchas cosas que nadie
sabe.
Conozco del mar, de la
tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.
Esta vez, sin embargo, no
contaré sino del mar.
Aguas abajo, más abajo de
la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y
amarillas como soles.
Toda clase de plantas y de
seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno...
Actinias verdes y rojas se
aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que
no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.
Duros corrales blancos se
enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo
sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es decir,
diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola
alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si se llegaran a
levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a
una sirenita llorando.
Y ahora recuerdo, recuerdo
cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al
borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las
olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una
espuma irisada, recalcitrante en morir y que
susurraba, susurraba... algo así como un mensaje.
¿Entendieron ustedes
entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.
Por mi parte debo confesar
que lo entendí.
Entendí que era el secreto
de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de
suspirarnos al oído...
—Lejos, lejos y profundo
—nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día
su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia
la superficie de las aguas...
Pero el principal objetivo
de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido
igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco
pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que
siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.
Furiosos pulpos abrazábanse
mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas
de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
Volviendo al fin de su
largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente.
Ordenó levar ancla.
Y en tanto, saliendo de su
estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una
segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.
El barco había encallado en
las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color
verde-umbrío, bañaba por parejo.
Sin embargo había aún peor:
Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
—Condenado Mar—vociferó—.
Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos
tirados costa adentro... para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora...
Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el
cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo, ni
estrellas, ni visible cuartel.
Por Satanás. Si aquello
arriba parecía algo ciego, sordo y mudo... Si era exactamente el reflejo
invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta
última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras,
orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran... y eso
que no corría el menor soplo de viento.
—A tierra. A tierra la
gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a
reconocer la costa.
La plancha prestamente
echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán
último en fila, arma de fuego en mano.
La arena que hollaran,
hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha al
Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero.
. .
—Alto —vocifera deteniendo
el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo.
Y los otros proseguir. Adelante.
Y El Chico, un muchachito
hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había
escapado para embarcarse en "El Terrible" (que era el nombre del
barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre
sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.
—Vaya el lerdo... el
patizambo... el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan
pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro
macizo de su cinturón salpicado de sangre.
"Niños a bordo"
—piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.
—Mi Capitán —dice en aquel
momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena
los pies no dejan huella?
—¿Ni que las velas de mi barco echan
sombra? —replica éste, seco y brutal.
Luego su cólera parece
apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se
obstina en buscar la suya.
—Vamos, hijo—masculla,
apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. .
.
—Sí, señor —murmura el
niño, como quien dice: Gracias.
Gracias. La palabra
prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.
"¿Dije
Gracias?"—se pregunta El Chico, sobresaltado.
"¡Lo llamé:
hijo!" —piensa estupefacto el Capitán.
—Mi Capitán —habla de nuevo
El Chico—, en el momento del naufragio...
Aquí el Pirata parpadea y
se endereza brusco.
—...del accidente, quise
decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las
encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto...
—¿Qué clase de bichos?
—Bueno, de estrellas de
mar... pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién
destripado... Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y
hasta tratando de atracárseme...
—Ja. Y tú asustado, ¿eh?
—Yo, más rápido que
anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos
empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin
embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo... y es que noté... que ellas sí
dejaban huellas. . .
El terrible no contesta.
Y lado a lado ambos
permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un
silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de
ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un
sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces
más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado,
nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.
—Tristeza —murmura al fin
El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.
Y entonces, enérgico,
tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del
grito y del mal humor.
—Chico, basta. Y hablemos
claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar...
sin embargo, nunca te oí blasfemar.
Pausa breve; luego bajando
la voz, el Pirata pregunta con sencillez.
—Chico, dime, tú has de
saber... ¿En dónde crees tú que estamos?
—Ahí donde usted piensa, mi
Capitán—contesta respetuosamente el muchacho...
—Pues a mil millones de
pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas,
estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.
Porque aquello que quiso
ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que,
dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien
desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.