VOLTAIRE - EL MUNDO TAL COMO VA (1748)




     VISION DE BABUC, ESCRITA POR EL MISMO
       
         Entre las deidades que presiden los imperios del mundo, Ituriel es
     considerada como una de las de rango más elevado y tiene a su cargo todo
     el territorio de la alta Asia. Una mañana descendió hasta la residencia
     del escita Babuc, situada en la orilla del Oxus, diciéndole:
         —Babuc, las locuras y los excesos de los persas nos han hecho montar
     en cólera. Ayer nos reunimos en asamblea todos los genios de la alta Asia
     para dictaminar si se destruiría Persépolis o se castigaría a sus
     habitantes. Vete rápidamente a esa ciudad, examínalo todo; cuando vuelvas,
     me darás cuenta exacta de todo.
         "Entonces decidiré, según sea tu informe, lo que he de hacer para
     enmendar la población, o bien destruiré la ciudad.
         —Pero, señor —dijo Babuc, con humildad—, nunca he estado en Persia.
     Además, no conozco a nadie de allí.
         —Tanto mejor— dijo el ángel—. Así no pecarás de parcialidad; has
     recibido del cielo la agudeza del discernimiento y yo añado el don de
     inspirar confianza; vete, mira y escucha, observa y no temas nada; en
     todas partes serás bien recibido.
         Babuc montó en su camello y partió acompañado de servidumbre. Al cabo
     de algunos días se encontró en las llanuras de Senaar con el ejército
     persa, que iba a combatir contra el ejército indio. Entonces se dirigió a
     un soldado persa que halló separado de sus compañeros y le preguntó el
     motivo de la guerra.
         —Por todos los dioses —dijo el soldado— que no sé nada de ello. No es
     asunto mío; mi oficio consiste en matar o dejarme matar para ganarme la
     vida; es indiferente que lo haga a favor de los unos o de los otros.
     Podría muy bien ser que mañana me pasase al campo de los indios, pues me
     han dicho que dan más de media dracma de jornal a sus soldados, mucho más
     de lo que recibimos permaneciendo en este cochino servicio de los persas.
     Si os interesa saber el porqué nos batimos, hablad con nuestro capitán.
         Babuc, después de ofrecer un pequeño obsequio al soldado, entró en el
     campamento. Bien pronto pudo entablar diálogo con el capitán, al cual
     preguntó la causa de la guerra.
         —¿Cómo queréis que yo lo sepa? —dijo el capitán—. Además, ¿qué me
     importa ese detalle? Habito a doscientas leguas de Persépolis; oigo decir
     que se ha declarado la guerra; entonces, abandono rápidamente a mi
     familia, y, según nuestra costumbre, voy a buscar la fortuna o la muerte,
     teniendo presente que no hago otro trabajo.
         —Pero, ¿vuestros compañeros no estarán un poco más informados que vos?
     —inquirió Babuc.
         —No —dijo el oficial—. El porqué nos degollamos sólo nuestros sátrapas
     lo sabrán con precisión.
         Babuc, asombrado, se introdujo en las tiendas de los generales, para
     entablar conversación con ellos. Finalmente, uno de éstos le pudo relatar
     el motivo de la lucha.
         —La causa de esta guerra, que devasta el Asia hace veinte años,
     originariamente proviene de una querella entre un eunuco de una mujer del
     gran rey de Persia y un empleado de una oficina del gran rey de la India.
     Se trataba de un recargo que importaba aproximadamente la trigésima parte
     de un darico. El primer ministro de la India y el nuestro sostuvieron con
     dignidad los derechos de sus dueños respectivos. La querella se enardeció.
     Cada parte contrincante puso en campaña un ejército compuesto por un
     millón de soldados. Este ejército tuvo que reclutar anualmente más de
     cuatrocientos mil hombres. Los asesinatos, incendios, ruinas y
     devastaciones se multiplicaron; sufrieron los dos lados y aún continúa el
     encarnizamiento. Nuestro primer ministro y el de la India no paran de
     manifestar que todo se hace en beneficio del género humano, y después de
     cada manifestación, siempre resulta alguna ciudad destruida y varias
     provincias saqueadas.
         Al día siguiente, después de correr el rumor de que se iba a concertar
     la paz, el general persa y el general indio se apresuraron a entablar
     batalla; fue una lucha sangrienta. Babuc pudo observar todas las
     peripecias y todas las abominaciones; fue testigo de las maniobras de los
     principales sátrapas, que hicieron lo imposible a fin de que su propio
     jefe fuese derrotado. Vio oficiales muertos por sus mismas tropas;
     contempló soldados que remataban, arrancándoles jirones de carne
     sangrienta, a sus propios compañeros moribundos, desgarrados y cubiertos
     de fango. Entró en hospitales adonde se transportaban los heridos, que
     expiraban por la negligencia inhumana de los mismos que el rey de Persia
     pagaba con creces para socorrer: "¿Es que son hombres o bestias feroces?
     —se decía Babuc—. ¡Ah! Ya veo bien que Persépolis será destruida".
         Ocupado con este pensamiento, se personó en el campamento de los
     indios, donde fue tan bien recibido como lo había sido en el de los
     persas, según le predijera la deidad; pero también pudo comprobar los
     mismos excesos que le habían llenado de horror.
         "¡Oh, oh! —se dijo a sí mismo—. Si el ángel Ituriel quiere exterminar
     a los persas, es necesario que la deidad de los indios destruya, al mismo
     tiempo, a sus creyentes."
         Después de haberse informado con más detalle de lo que había ocurrido
     en los dos ejércitos rivales, pudo comprobar, con asombro y admiración,
     que se habían realizado acciones de generosidad, de grandeza de alma y de
     espíritu humanitario.
         —Inexplicables seres humanos —exclamaba—. ¿Cómo podéis reunir tanta
     bajeza y tanta magnanimidad, tantas virtudes y tantos crímenes?
         A pesar de todo, se concertó la paz. Los jefes de los dos ejércitos,
     ninguno de los cuales había obtenido la victoria, aunque sí hecho verter
     la sangre de tantos hombres sólo para su propio interés, se fueron a
     intrigar para obtener recompensas en sus respectivas cortes.
         Con motivo de celebrarse la paz, se anunció en los escritos públicos
     que ya volvería a reinar la virtud y la felicidad sobre la tierra.
         "¡Alabado sea Dios! —se dijo Babuc—. Persépolis será la morada de la
     inocencia purificada; ya no será destruida, como querían esos genios
     perversos; vamos, sin falta, a esa capital asiática."
         Llegó a la inmensa ciudad y pasó por la entrada más antigua, que era
     grosera y tosca, rusticidad que ofendía la vista de todos los que
     ambulaban por allí. Toda aquella parte de la ciudad se resentía de los
     defectos de la época en que se había edificado, pues, a pesar de la
     testarudez de la gente en alabar lo antiguo a expensas de lo moderno,
     debemos convenir que en todas las obras los primeros ensayos resultan
     groseros.
         Babuc se metió entre un gentío compuesto por lo más sucio y feo de los
     dos sexos. Aquella multitud se precipitaba con aire atontado hacia un
     vasto lugar cercado y sombrío. Por el murmullo que escuchaba, por el
     movimiento y por el dinero que vio que daban unas personas a otras para
     poder sentarse, creyó encontrarse dentro de un mercado donde vendían
     sillas de paja; pero al observar que muchas mujeres se arrodillaban,
     mirando con fijeza enfrente de ellas, y ver los rostros de hombres que
     tenía a su lado, pronto se dio cuenta de que estaba en un templo. Voces
     ásperas, roncas, salvajes y discordantes hacían resonar la bóveda con
     sonidos mal articulados, que daban una impresión parecida a los rebuznos
     de los asnos silvestres cuando responden, en las llanuras de los pictavos,
     a la corneta que los llama. Se obturó los oídos, luego tuvo que cerrar los
     ojos y taparse la nariz con presteza, cuando vio entrar en el templo a
     unos obreros con palancas y palas. Estos obreros removieron una gran
     piedra y echaron, a su derecha y a su izquierda, una tierra que exhalaba
     un hedor espantoso; luego se colocó un cadáver en aquella abertura, a la
     que otra vez cubrieron con la piedra.
         "¡Vamos! —exclamó para sí Babuc—. ¡Esta gente entierra a sus muertos
     en el mismo lugar que adora a la Divinidad! ¡Vaya! ¡Sus templos están
     cubiertos de cadáveres! Ya no me asombra que Persépolis se halle tan a
     menudo asolada por enfermedades pestilentes... La podredumbre de los
     muertos y la de tantos vivos reunidos y apretados en el mismo sitio es
     capaz de emponzoñar a todo el globo terrestre. ¡Ah, la despreciable ciudad
     de Persépolis! Parece que los ángeles la quieren destruir para
     reconstruirla más bella y poblarla de habitantes más limpios y que canten
     con voz más afinada. Puede que la Providencia tenga sus razones para ello;
     dejemos que actúe a su manera."
         El sol ya se hallaba a la mitad de su carrera. Babuc tenía que ir a
     comer en la casa de una dama, donde iba recomendado con una carta del
     marido, un oficial del ejército. Antes de presentarse, dio algunas vueltas
     por Persépolis; pudo contemplar otros templos mejor construidos y
     adornados con más gusto, llenos de personas elegantes y en los que
     resonaba una música armoniosa; observó algunas fuentes públicas, mal
     situadas, aunque atraían las miradas por su belleza; unas plazas donde
     parecía que los mejores reyes de Persia respiraban en sus figuras de
     bronce, y otras plazas donde el pueblo gritaba:
         —¿Cuándo veremos aquí la estatua del soberano que tanto amamos?
         Admiró los magníficos puentes que cruzaban el río, los muelles
     soberbios y cómodos, los palacios construidos a derecha e izquierda, un
     inmenso edificio donde millares de viejos soldados, heridos y vencedores,
     daban todos los días gracias al Dios de los ejércitos. Finalmente, entró
     en la casa de la dama, que estaba esperándole para comer en compañía de
     gente decente. La casa estaba limpia y arreglada con gusto; la comida era
     deliciosa; la dama, joven, bella, espiritual y atractiva; los comensales,
     dignos de ella. Y Babuc se decía continuamente: "El ángel Ituriel se está
     burlando de todo el mundo cuando dice querer destruir a una ciudad tan
     encantadora".
         No obstante, llegó a percibir que la dama, la cual había empezado
     solicitándole con ternura noticias de su marido, al final de la comida
     hablaba muy tiernamente a un joven mago. Vio que un magistrado acosaba
     vivamente a una viuda en presencia de su esposa, y que la tal viuda,
     indulgente, tenía una mano puesta en el torno del cuello del magistrado,
     en tanto mantenía la otra alrededor del cuello de un ciudadano más joven,
     muy bien parecido y muy modesto. La mujer del magistrado fue la primera
     que se levantó para ir a una habitación contigua a conversar con su
     director espiritual, el cual, a pesar de ser esperado para la comida,
     había llegado demasiado tarde; el director, que era hombre elocuente, le
     habló a la dama con tanta vehemencia y unción, que ésta, cuando volvió al
     comedor, tenía los ojos húmedos, las mejillas encendidas, el paso inseguro
     y la palabra temblorosa.
         Entonces, Babuc empezó a temer que el genio Ituriel tuviera razón. El
     talento que había recibido para poder atraer la confianza del prójimo le
     facilitó conocer los secretos de la esposa del oficial; ésta le confió su
     cariño hacia el joven mago, y le aseguró que en todas las casas de
     Persépolis hallaría la equivalencia de lo que había observado en la suya.
     Babuc llegó a la conclusión de que una sociedad así no podía subsistir;
     que los celos, la discordia y la venganza debían desolar a todas las
     familias; que todos los días debían verterse muchas lágrimas y mucha
     sangre; que, con certeza, los maridos matarían a los galanes de sus
     esposas o serían muertos por ellos; y que, finalmente, Ituriel hacía muy
     bien en querer destruir de golpe a una ciudad librada a tan continuo
     desorden.
         Cuando se hallaba más absorto con aquellas ideas funestas, se presentó
     a la puerta un hombre severo, con capa negra, que pidió humildemente
     permiso para hablar al joven magistrado. Este, sin levantarse ni dignarse
     mirarle, le entregó fríamente y con aire distraído algunos papeles y lo
     despidió. Babuc preguntó quién era aquel hombre. La dueña de casa le dijo
     en voz baja:
         —Es uno de los mejores abogados de la ciudad; hace cincuenta años que
     estudia leyes. El señor magistrado, que sólo tiene veinticinco años y que
     desde hace un par de días es sátrapa en leyes, le ha encargado hacer el
     extracto de un proceso que él aún no ha examinado y que debe juzgar.
         —Este joven aturdido obra sabiamente —dijo Babuc— pidiendo consejo a
     un viejo. Pero..., ¿por qué no es este viejo quien hace de juez?
         —Estáis de broma —le contestaron—. No pueden llegar nunca a tales
     dignidades los que han envejecido en empleos laboriosos y subalternos.
     Este joven ocupa un cargo importante porque su padre es rico, y aquí el
     derecho de hacer justicia se compra como si se tratase de una finca.
         —¡Oh, qué costumbre! ¡Qué desgraciada ciudad! —exclamó Babuc—. He ahí
     el colmo del desorden; no cabe duda de que, habiendo comprado el derecho
     de juzgar, venderán sus sentencias. Con este sistema sólo pueden resultar
     iniquidades.
         Mientras manifestaba de esta forma su sorpresa y su pesar, un joven
     guerrero, que había vuelto del ejército aquel mismo día, le dijo:
         —¿Por qué no os parece bien que se compren los empleos de la toga? Yo
     he comprado el mío, que consiste en el derecho de enfrentarme con la
     muerte al frente de dos mil hombres, a los cuales dirijo; este año me ha
     costado cuarenta mil daricos de oro, para dormir treinta noches seguidas
     en el duro suelo, vestido de rojo, y, además, para recibir dos flechazos,
     que aún me duelen. Si me arruino sirviendo al emperador persa, al cual no
     he visto nunca, el señor sátrapa togado puede muy bien pagar algo para
     tener el placer de dar audiencia a los abogados.
         Babuc se indignó. No pudo por menos que condenar desde el fondo del
     corazón a un país donde las dignidades de la paz y de la guerra se venden
     en pública subasta; con rapidez llegó a la conclusión de que eran
     absolutamente ignoradas la guerra y las leyes, y que, aunque Ituriel no
     exterminase aquellos pueblos, perecerían por su detestable administración.

         Aún aumentó más su mala opinión cuando vio que llegaba un hombre
     gordo, el cual, después de saludar con gran familiaridad a todos los
     presentes, se acercó al joven oficial para decirle:
         —Sólo puedo prestaros cincuenta mil daricos de oro, ya que este año
     las aduanas del imperio solamente me han proporcionado trescientos mil.
         Babuc se informó de quién era aquel hombre que se quejaba de ganar tan
     poco, entonces se enteró de que en Persépolis había cuarenta reyes
     plebeyos que tenían en arriendo el imperio persa, y que daban algo de ello
     al monarca.
         Después de la comida del mediodía se fue a uno de los más soberbios
     templos de la ciudad y se sentó entre una muchedumbre de personajes de
     ambos sexos que estaban allí para pasar el rato. Compareció un mago, que
     permaneció de pie en un sitio elevado y que habló durante mucho rato del
     vicio y de la virtud. Aquel mago dividió en muchas partes lo que no había
     necesidad de dividir; probó metódicamente todo lo que ya estaba bien
     claro; enseñó todo lo que ya se sabía. Se apasionó fríamente y se marchó
     sudando y jadeando. Todos los reunidos se desvelaron, creyendo haber
     asistido a un sumario. Babuc se dijo:
         "He aquí a un hombre que ha hecho todo lo posible para aburrir a
     doscientos o trescientos de sus conciudadanos, pero la intención ha sido
     buena, y por tal motivo no debe destruirse a Persépolis."
         Al salir de aquel templo, fue llevado a una fiesta pública que se
     celebraba todos los días del año; tenía lugar en una especie de basílica,
     en el fondo de la cual se divisaba un palacio. Las más hermosas ciudadanas
     de Persépolis y los sátrapas de más categoría, alineados con orden,
     formaban un espectáculo tan bello, que Babuc creyó que toda la fiesta
     consistía en eso. Dos o tres personas, que parecían reyes y reinas,
     aparecieron en el vestíbulo de dicho palacio, hablando de manera distinta
     al lenguaje del pueble. Se expresaban en forma mesurada, armoniosa y
     sublime. Nadie se dormía, se les escuchaba con profundo silencio, que sólo
     se interrumpía para dar lugar a los testimonios de sensibilidad y de
     admiración públicas. El deber de los reyes, el amor a la virtud, los
     peligros de las pasiones, se expresaban de manera tan viva y sensible, que
     Babuc no pudo por menos que derramar lágrimas. Ni por un momento dudó de
     que aquellos héroes y heroínas, aquellos reyes y reinas a los que acababa
     de escuchar serían los predicadores del imperio; y se propuso incitar a
     Ituriel para que fuera a escucharles, seguro de que tal espectáculo le
     reconciliaría con la ciudad.
         Cuando se acabó la fiesta, quiso ver a la reina principal, que en
     aquel hermoso palacio había demostrado una moral tan noble y tan pura; se
     hizo introducir en casa de Su Majestad; se le condujo por una estrecha
     escalera hasta el segundo piso, a una habitación mal amueblada, donde
     halló a una mujer mal vestida que le dijo con aire noble y patético:
         —Esta profesión no me da para vivir; uno de los príncipes que habéis
     visto me ha hecho un bebé; dentro de poco daré a luz. Me falta dinero, y
     sin él no se puede tener un buen parto.
         Babuc le entregó cien daricos de oro, diciéndole:
         —Si sólo se tratase de estos casos en la ciudad, Ituriel haría mal en
     enfadarse tanto.
         Después se fue a pasar la velada en casa de unos comerciantes que
     vendían magníficas inutilidades. Un hombre inteligente con quien había
     trabado conocimiento lo llevó allí; compró lo que le pareció, que fue
     vendido con mucha cortesía, y por lo que abonó mucho más de lo que valía.
     De vuelta en su casa, el amigo le demostró que lo habían engañado. Babuc
     puso el nombre del comerciante en sus tablillas, para que Ituriel supiera
     de quién se trataba en el día del castigo de la ciudad. Cuando lo estaba
     escribiendo, llamaron a la puerta; era el mercader en persona, que llegaba
     para devolver la bolsa que Babuc se había descuidado encima del mostrador.

         —¿A qué será debido que seáis tan fiel y tan generoso, después de
     tener la osadía de venderme estas baratijas cuatro veces más caras de lo
     que valen? —exclamó Babuc.
         —No hay ningún comerciante que sea algo conocido en esta ciudad que no
     hubiese venido a devolveros la bolsa —le respondió el vendedor— Pero os
     han mentido al decir que os había vendido lo que habéis comprado en mi
     casa cuatro veces más caro de lo que vale: os lo he vendido diez veces más
     caro, y esto lo podréis comprobar si dentro de un mes lo queréis revender.
     Por ello no os pagarán ni la décima parte de lo que habéis invertido. Pero
     eso es justo; es la fantasía de la gente quien pone precio a esas cosas
     tan frívolas; es esa fantasía quien da trabajo a los cien obreros que
     tengo empleados; es ella la que me ha permitido construir una hermosa
     casa, tener un carruaje cómodo y caballos; es ella la que hace funcionar
     la industria y mantiene el gusto, la circulación y la abundancia. A los
     países vecinos les vendo las mismas bagatelas mucho más caras que a vos, y
     de esa manera soy de utilidad para el imperio.
         Después de reflexionarlo bien, Babuc se dispuso a borrar de sus
     tablillas el nombre del comerciante.
         Babuc, que se había quedado muy dubitativo sobre lo que debía pensar
     de Persépolis, se decidió a ver magos y literatos, pues los unos estudian
     la religión y los otros la sabiduría. Se hizo la ilusión de que por la
     conducta de éstos podría obtener la gracia para el resto de la población.
     Al día siguiente por la mañana se dirigió a un colegio de magos. El
     archimandrita le confesó que disfrutaba de cien mil escudos de renta por
     haber hecho voto de pobreza, y que ejercía un imperio muy extendido en
     virtud de su voto de humildad; después se retiró y dejó a Babuc al cuidado
     de un pequeño fraile que le hizo los honores.
         Mientras el fraile le mostraba las magnificencias de aquella casa de
     penitencia, se extendió el rumor de que había llegado para reformar todas
     aquellas instituciones. En el acto recibió las memorias de todas ellas.
     Cada una decía en concreto: "Conservadnos y destruid las otras". Según
     manifestaban, todas aquellas instituciones eran indispensables; de acuerdo
     con sus acusaciones recíprocas, todas merecían ser aniquiladas. Le admiró
     ver que todas, en su deseo de edificar el universo, querían dominarlo por
     completo. Entonces se le presentó un hombrecito que era medio mago y dijo:

         —Veo perfectamente que se va a cumplir la obra, pues Zerdust ha vuelto
     a la tierra; las muchachitas profetizan haciéndose dar pellizcos por
     delante y latigazos por detrás. Así, pues, os pedimos vuestra protección
     contra el gran lama.
         —¡Cómo! —dijo Babuc—. ¿Contra ese pontífice que reside en el Tibet?
         —Contra el mismo.
         —¿Es que le hacéis la guerra y habéis reclutado tropas para luchar
     contra él?
         —No, pero ha dicho que el hombre es libre y nosotros no lo creemos;
     escribimos pequeños libros contra él, que personalmente no lee. Apenas ha
     oído hablar de nosotros; sólo nos ha hecho condenar, como un amo ordenaría
     que descopasen los árboles de sus jardines.
         Babuc se maravilló de la locura de aquellos hombres que hacen
     profesión de sabiduría, de las intrigas de los que han renunciado al
     mundo, de la ambición y codicia orgullosa de los que enseñan la humanidad
     y el desinterés; concluyó creyendo que Ituriel tenía sus buenas razones
     para querer destruir a toda aquella estirpe.
         Una vez en su casa, Babuc envió a buscar nuevos libros para distraer
     su mal humor, y convidó a algunos literatos a comer para regocijarse un
     poco. Comparecieron el doble de los que había invitado, como las avispas
     atraídas por la miel. Aquellos parásitos se apresuraron a comer y a
     hablar; alababan dos clases de personas: los difuntos y ellos mismos; y
     nadie mencionaba a los contemporáneos, excepto al dueño de la casa. Si
     alguno de ellos decía palabras lisonjeras, los otros bajaban los ojos y se
     mordían los labios por el dolor de no haberlas dicho antes. Sabían
     disimular menos que los magos, porque carecían de grandes ambiciones. Cada
     uno de ellos intrigaba para obtener un empleo de lacayo y la reputación de
     hombre famoso; se decían frases insultantes a la cara, creyendo demostrar
     un ingenio irónico. Estaban algo enterados de la misión de Babuc. Uno de
     ellos le rogó, en voz baja, que exterminase a su autor, que no le había
     alabado suficientemente hacía cinco años; otro le pidió la pérdida de un
     ciudadano que no había reído nunca al contemplar sus comedias; un tercero
     le exigió la extinción de la Academia, porque no había sido admitido en
     ella. Una vez acabada la comida, cada uno se marchó solo, pues de todos
     los reunidos no había dos personas que pudieran verse ni hablarse, salvo
     en casa de los ricos donde eran invitados a comer. Babuc creyó que no se
     perdería gran cosa cuando aquella gentuza pereciera en la destrucción
     general.
         Una vez que se hubo librado de ellos, empezó a leer algunos de los
     libros nuevos. En ellos reconoció la manera de obrar de sus convidados.
     Vio con indignación las gacetas de murmuración, los archivos del mal gusto
     que la envidia, la bajeza y el hambre dan a la publicidad; las cobardes
     sátiras donde se ensalza al buitre y se desgarra a la paloma; las novelas
     faltas de imaginación, donde se leen tantos retratos de mujeres que al
     autor no ha conocido nunca.
         Echó al fuego todos aquellos detestables escritos y salió por la noche
     a dar un paseo. Fue presentado a un viejo literato que no había
     participado en la comida de sus invitados del mediodía. Dicho literato
     siempre se apartaba de la multitud, conocía a los hombres y usaba de ellos
     comportándose con discreción. Babuc le contó con pena lo que había leído y
     lo que había visto.
         —Habéis visto cosas muy despreciables —le dijo el sabio literato—,
     pero tened presente que en todas las épocas, en todos los países y en
     todos los géneros domina lo malo, y lo bueno es rarísimo. Habéis recibido
     en vuestra casa a la chusma de la pedantería, porque en todas las
     profesiones, los más indignos suelen ser los que se presentan con más
     impudencia. Los verdaderos sabios viven retirados entre ellos, muy
     tranquilos; y entre nosotros aún se pueden hallar buenas personas y buenos
     libros, dignos de vuestra atención.
         Mientras le hablaba de esta forma, se les reunió otro literato. Dio
     unas explicaciones tan agradables e instructivas, tan por encima de los
     prejuicios y tan conformes a la virtud, que Babuc se confesó no haber oído
     nunca algo semejante.
         "He aquí a unos hombres a quienes Ituriel no se atrevería a tocar, y
     si lo hace será muy lamentable", se dijo en voz baja.
         De acuerdo con aquellos dos literatos, se sentía furioso contra el
     resto del país.
         —Como sois extranjero —le dijo el hombre juicioso que le había hablado
     antes—, todos los abusos se os presentan de golpe, y el bien, por hallarse
     oculto y por ser a veces el producto de esos mismos abusos, se os escapa.
         Entonces se enteró de que había algunos literatos que no eran
     envidiosos, y que también existían magos virtuosos. Finalmente se formó el
     concepto de que aquellas grandes oposiciones, que chocando mutuamente
     parecían preparar su propia ruina, en el fondo resultaban saludables; que
     cada sociedad de magos frenaba a sus rivales; que si bien dichos émulos
     diferían en algunas opiniones, todos enseñaban la misma moral. Que
     instruían al pueblo, que vivían sujetos a una leyes parecidas a los
     preceptores que velan al hijo de la casa, mientras el dueño los vigila a
     ellos. Que éste también practica algunas de dichas leyes y que donde menos
     se espera se encuentran almas nobles. Aprendió que entre los locos que
     pretendían hacer la guerra al gran lama había habido hombres geniales.
     Sospechó que las costumbres de Persépolis serían como sus edificios, que
     los unos le habían parecido dignos de lástima y los otros le habían
     arrebatado de admiración.
         —Sé muy bien que los magos que yo había creído tan peligrosos —dijo
     Babuc al literato— resultan, en efecto, muy útiles, sobre todo cuando un
     gobierno juicioso les impide hacerse demasiado necesarios; pero al menos
     estaréis de acuerdo conmigo en que vuestros jóvenes magistrados, que
     compran un cargo de juez tan pronto saben montar a caballo, deben
     desenvolverse en los tribunales con impertinente ridiculez y con iniquidad
     perversa; que sin duda valdría más ceder estos puestos gratuitamente a los
     viejos jurisconsultos que han pasado toda la vida sopesando el pro y el
     contra de las cosas.
         —Ya habéis visto nuestro ejército antes de llegar a Persépolis —le
     replicó el literato—. Sabéis, por tanto, que nuestros jóvenes oficiales se
     baten muy bien, aunque hayan comprado sus cargos. Quizá podáis ver que
     nuestros jóvenes magistrados no juzgan tan mal, aunque hayan pagado para
     hacerlo.
         A la mañana siguiente, el literato llevó a Babuc al Gran Tribunal,
     donde se debía dictar una sentencia importante. La causa era conocida de
     todo el mundo... Todos los viejos abogados que tomaban parte en la
     discusión se mantenían fluctuantes en sus opiniones; citaban infinidad de
     leyes, ninguna de las cuales era aplicable al caso que dirimían; se miraba
     el asunto por cien lados diferentes, sin relación con el proceso. Los
     jóvenes abogados se decidieron con más rapidez que los abogados ancianos.
     Su sentencia fue casi unánime y juzgaron bien, porque siguieron los
     dictados de la razón. Los otros habían opinado mal, porque sólo habían
     consultado sus libros.
         Babuc sacó la conclusión de que a menudo había algo bueno en los
     abusos. Vio que las riquezas de los financieros, que tanto le habían
     exasperado, podían hacer un gran bien, pues hallándose el emperador falto
     de dinero, en una hora podía disponer de éste gracias a ellos, en tanto
     que por las vías normales hubiera tardado seis meses para obtenerlo. Vio
     que aquellas nubes tan densas, hinchadas con el rocío de la tierra,
     convertían en lluvia todo lo que habían tomado. Por otra parte, los hijos
     de aquellos hombres nuevos, a menudo mejor educados que los de las
     familias más antiguas, valían mucho más, pues nada impide llegar a ser un
     buen juez, un bravo guerrero o un hábil hombre de Estado, cuando se tiene
     un padre que cuida de sus hijos.
         Insensiblemente, Babuc dispensaba la avidez del financiero, que en el
     fondo no lo es más que los otros hombres y resulta necesario. Excusaba la
     locura de arruinarse para poder juzgar o batirse, locura que produce
     grandes magistrados y héroes. Perdonaba la envidia de los literatos, entre
     los cuales había hombres que ilustraban al mundo; se reconciliaba con los
     magos ambiciosos e intrigantes, en casa de los cuales dominaban más las
     grandes virtudes que los pequeños vicios; pero le quedaban muchas cosas
     por las que no podía transigir; sobre todo, las galanterías de las damas y
     los perjuicios que de éstas podían derivarse le llenaban de inquietud y de
     espanto.
         Con objeto de hacerse cargo de las distintas condiciones humanas, se
     hizo conducir a casa de un ministro; pero por el camino temblaba al pensar
     que alguna mujer pudiera ser asesinada por su marido. Cuando hubo llegado
     a casa del hombre de Estado, tuvo que hacer antecámara durante dos horas
     sin ser anunciado, y dos horas más después de serlo. Durante aquel
     intervalo de tiempo, no cesaba de pensar que recomendaría el ministro y
     sus insolentes ujieres al ángel Ituriel. La antecámara estaba llena de
     damas de todas las alcurnias, de magos de todos los colores, de jueces, de
     comerciantes, de oficiales y de pedantes; todos se quejaban del ministro.
         El avaro y el usurero decían:
         —No cabe duda de que este hombre roba de todas las provincias.
         Los caprichosos le echaban en cara sus extravagancias. Los voluntarios
     decían:
         —Solamente vive para sus placeres.
         El intrigante se complacía esperando verle pronto hundido por alguna
     cábala; las mujeres aguardaban poder tratar con un ministro más joven.
         Babuc, que escuchaba todos estos comentarios, no pudo por menos que
     decir:
         —He aquí a un hombre de suerte. Tiene la antecámara llena de enemigos.
     Con su poder aplasta a los que le envidian y contempla a sus pies a todos
     los que lo detestan.
         Por fin pudo entrar. Entonces vio a un hombre viejo, pequeño y
     encorvado por el peso de los años y de los asuntos del Ministerio, pero
     vivaracho e inteligente.
         Al ministro le gustó Babuc, y a Babuc le pareció que aquél era hombre
     de estima. La conversación se hizo interesante. El ministro le confesó que
     era muy desgraciado; que pasaba por rico y era pobre; que se le creía
     poderoso y se veía siempre impugnado; que estaba rodeado de ingratos y
     que, en un continuado trabajo de cuarenta años, apenas había tenido un
     momento de consuelo. Babuc se sintió conmovido y pensó que si aquel hombre
     había cometido faltas, y si el ángel Ituriel lo quería castigar, no era
     preciso exterminarle, puesto que dejarlo en el cargo ya era suficiente.
         Mientras estaba hablando con el ministro, entró bruscamente la bella
     dama en casa de la cual Babuc había comido; en sus ojos y sobre la frente
     se notaban los síntomas del dolor y de la cólera. Se deshizo en reproches
     contra el hombre de Estado, vertiendo abundantes lágrimas; se quejó con
     amargura de que se hubiese rehusado dar un empleo a su marido, que
     esperaba obtener por su alcurnia, y que se merecía por sus servicios y sus
     heridas. Se expresó con tanta energía, se quejó con tanta gracia, anulaba
     las objeciones con tanta habilidad, hizo valer sus razones con tanta
     elocuencia, que no salió de la habitación hasta haber logrado la fortuna
     de su marido.
         —¿Es posible, señora, que os hayáis tomado tanto trabajo para
     complacer a un hombre al cual no amáis y del que podéis temerlo todo? —le
     preguntó Babuc, dándole la mano.
         —¡Un hombre que no amo! —exclamó ella—. Debéis saber que mi esposo es
     el mejor amigo que tengo en el mundo, que soy capaz de sacrificarlo todo
     por él, excepto a mi amante; que él lo hará todo por mí, salvo abandonar a
     su querida. Os la haré conocer; es una mujer encantadora, muy inteligente
     y con el mejor carácter del mundo. Hoy cenaremos juntas con mi esposo y mi
     pequeño mago. Venid para compartir nuestra alegría.
         La dama se fue acompañada de Babuc. El marido, que había llegado
     hundido por el dolor, al ver a su esposa la recibió con grandes muestras
     de alegría y de reconocimiento. Abrazó uno tras otro a su mujer, a su
     querida, al pequeño mago y a Babuc. La unión, el placer, el ingenio y la
     ternura fueron las características de aquella cena.
         —Fijaos bien —le dijo a Babuc la bella dama en casa de la cual cenaba—
     que las mujeres, a las que a veces se las llama deshonestas, casi siempre
     cuentan con un marido muy honesto, y para convenceros, venid mañana a
     comer conmigo en casa de la bella Teona. Hay algunas viejas vestales que
     la denigran, pero ella practica más el bien que todas sus detractoras
     juntas. Es incapaz de cometer la más leve injusticia. A su amante sólo le
     da consejos generosos y únicamente se ocupa en aumentarle el prestigio. El
     hombre se sonroja delante de ella si ha dejado perder alguna ocasión de
     hacer el bien, pues nada estimula tanto a practicar acciones virtuosas
     como el tener una querida de la cual se desea merecer estimación.
         Babuc no faltó a la invitación. Vio una mansión donde reinaban todos
     los placeres. Teona hacía de reina. Sabía tratar a todos a gusto de cada
     uno. Su ingenuo natural facilitaba que brillase el de los otros. Complacía
     casi sin pretenderlo. Era tan amable como bienhechora, y, además, era
     bella, lo que aumentaba el valor de todas sus cualidades.
         Babuc, a pesar de ser un escita y enviado de una deidad, se dio cuenta
     de que si permanecía por más tiempo en Persépolis, olvidaría a Ituriel,
     pensando en Teona. Tomaba cariño a la ciudad, ya que la gente era cortés,
     dulce y bienhechora, aunque ligera de cascos, murmuradora y cargada de
     vanidad. Temía que Persépolis sería condenada, como también temía el
     informe que iba a presentar.
         Ahora veremos cómo se las ingenió para dar cuenta de su misión. Hizo
     fundir, por el mejor fundidor de la ciudad, una estatuilla compuesta por
     todos los metales, tierras y piedras más preciosas y más viles, y la llevó
     a Ituriel, a quien dijo:
         —¿Vais a destruir esta hermosa estatua porque no está hecha
     exclusivamente de oro y de diamantes?
         Ituriel entendió el significado de la pregunta y decidió no pensar más
     en el mundo tal como va y dijo:
         —Pues si todo no está bien por lo menos es pasadero.
         Se dejó subsistir a Persépolis, y Babuc se guardó muy bien de
     quejarse, al contrario de Jonás, que se enfadó porque no se destruía
     Nínive. Pero cuando se ha permanecido tres días en el cuerpo de una
     ballena, no se está de tan buen humor como cuando se ha pasado el tiempo
     en la ópera, en la comedia y cenando con buena compañía.