Ray Bradubury - Y la Roca Gritó




       Las reses muertas, colgadas al sol, vinieron rápidamente hacia ellos.
     Vibraron, calientes y rojas, en el aire verde de la selva, y
     desaparecieron. El hedor entró en ráfagas por las ventanillas del
     automóvil. Leonora Webb apretó rápidamente el botón que alzó el cristal
     con un suspiro.
     -Dios santo -dijo -, esas carnicerías al aire libre.
     El olor había quedado en el coche, un olor a guerra y horror.
     -¿Has visto las moscas? -preguntó la mujer.
     -En estos mercados, cuando compras carne -dijo John Webb -, tienes que
     golpearla con las manos. Sólo así puedes mirarla, cuando las moscas se han
     ido.
     En el camino verde, húmedo y selvático apareció una curva.
     -¿Crees que nos dejarán entrar en Juatala?
     -No sé.
     -¡Cuidado!
     Webb vio demasiado tarde los objetos brillantes que atravesaban parte del
     camino. No pudo esquivarlos. El neumático de una rueda delantera lanzó un
     terrible suspiro. El coche dio un salto y se detuvo.
     John Webb salió del coche. La selva se alzaba cálida y silenciosa, y la
     carretera se extendía desierta, muy desierta y tranquila bajo la luz alta
     del sol.
     Caminó hasta el frente del coche y se inclinó hacia la rueda, con una mano
     en el revólver bajo el brazo izquierdo.
     El cristal de Leonora descendió relampagueando.
     -¿Está muy estropeada la cubierta?
     -¡Arruinada, totalmente arruinada!
     Webb alzó el objeto brillante que había abierto y desgarrado el neumático.
     -Trozos de machete roto -dijo - clavados en listones de adobe y apuntados
     a las ruedas de nuestros autos. Tenemos suerte de que no nos hayan
     estropeado todas las cubiertas.
     -Pero, ¿por qué?
     -Lo sabes tan bien como yo.
     Webb señaló con un movimiento de cabeza el periódico extendido junto a su
     mujer, la fecha de los titulares.
     4 DE OCTUBRE DE 1963: ¡ESTADOS UNIDOS Y EUROPA EN SILENCIO!
     Las radios de los EE.UU. y Europa han callado. Reina un gran silencio. La
     guerra se ha devorado a sí misma.
     Se cree que ha muerto la mayor parte de la población de los Estados Un
     ¡dos. Se supone que la población de Europa, Rusia y Siberia ha sido
     igualmente diezmada. Los días de la raza blanca en la tierra han terminado.
     -Todo fue tan rápido -dijo Webb -. Una semana antes estábamos de
     vacaciones, descansando de las fatigas del hogar. A la semana siguiente...
     esto.
     El hombre y la mujer alzaron la vista de los grandes titulares y miraron
     la selva.
     La selva les devolvió vastamente la mirada, con un silencio de musgos y
     hojas, con un billón de ojos de insecto, de esmeralda y diamantes.
     -Ten cuidado, Jack.
     John Webb apretó dos botones. Un elevador automático silbó bajo las ruedas
     delanteras y sostuvo el coche en el aire. Webb metió nerviosamente una
     llave en la taza de la rueda derecha. La cubierta, junto con un aro
     metálico, saltó de la rueda con un ruido de succión. Bastaron pocos
     segundos para instalar la rueda de repuesto y llevar rodando la cubierta
     desgarrada al compartimento de equipajes. Webb hizo todo esto con el
     revólver en la mano.
     -No te quedes afuera, por favor, Jack.
     -Así que ya ha empezado. -Webb sintió el ardor del sol en el cuero
     cabelludo.- Cómo corren las malas noticias.
     -Por Dios -dijo Leonora -. ¡Pueden oírte!
     Webb clavó los ojos en la selva.
     -¡Sé que están ahí! -gritó.
     -¡Jack!
     El hombre volvió a gritarle a la selva silenciosa.
     -¡Los veo!
     Disparó su pistola, cuatro, cinco veces, rápidamente, furiosamente.
     La selva devoró las balas estremeciéndose apenas, con un leve ruido, como
     si alguien desgarrase una pieza de seda. Las balas se hundieron y
     desaparecieron en un millón de hectáreas de hojas verdes, árboles,
     silencio y tierra húmeda. El eco de los tiros murió rápidamente. Sólo se
     oía el murmullo del tubo de escape. Webb caminó alrededor del coche, entró
     y cerró la portezuela.
     Ya en su asiento, volvió a cargar el revólver y se alejaron de aquel sitio.
     Viajaban velozmente.
     -¿Viste a alguien?
     -No. ¿Y tú?
     La mujer sacudió la cabeza.
     -Vamos muy rápido.
     Webb aminoró la marcha justo a tiempo. Al volver una curva, aparecieron
     otra vez aquellos objetos brillantes, ocupando el lado derecho del camino.
     Webb desvió el coche hacia la izquierda, y pasaron.
     -¡Hijos de perra!
     -No son hijos de perra. Son sólo gente que nunca tuvo coches como éste, ni
     ninguna otra cosa.
     Algo golpeó levemente el vidrio delantero.
     Un líquido incoloro rayó el vidrio.
     Leonora alzó los ojos.
     -¿Va a llover?
     -No. Fue un insecto.
     Otro golpecito.
     -¿Estás seguro que fue un insecto?
     Otro golpe, y otro y otro.
     -¡Cierra la ventanilla! -dijo Webb, acelerando.
     Algo cayó en el regazo de Leonora. Leonora bajó la cabeza y miró. Webb se
     inclinó para tocarlo.
     -¡Rápido!
     Leonora apretó el botón. La ventanilla se cerró bruscamente.
     Luego Leonora volvió a mirarse el regazo.
     El diminuto dardo de cerbatana brillaba sobre su falda.
     -Que no te toque el líquido -dijo Webb -. Envuelve el dardo en tu pañuelo.
     Lo tiraremos más tarde.
     El coche corría a cien kilómetros por hora.
     -Si nos encontramos otra vez con esos obstáculos, estamos perdidos.
     -Se trata de algo local -replicó Webb -. Saldremos de esto.
     Seguían los golpes. En el parabrisas se sucedían las descargas.
     -¡Pero ni siquiera nos conocen! -exclamó Leonora Webb.
     -Ojalá nos conociesen. -Las manos de Webb apretaron el volante.- Matar a
     gente conocida es difícil, pero no a extranjeros.
     -No quiero morir -dijo la mujer, simplemente.
     Webb se metió la mano bajo la chaqueta.
     -Si me pasa algo, el revólver está aquí, úsalo, por amor de Dios, y no
     pierdas tiempo.
     Leonora se acercó a su marido y corrieron a ciento veinte kilómetros por
     hora por el camino, ahora recto, que atravesaba la selva, sin decir una
     palabra.
     Con las ventanillas levantadas, el interior del coche era un horno.
     -Era tan tonto todo eso -dijo Leonora al fin - Poner cuchillos en el
     camino. Tratar de herirnos con dardos. ¿Cómo pueden saber que el coche que
     va a pasar lleva gente blanca?
     -No les pidas que sean lógicos -dijo Webb -. Un coche es un coche. Es
     grande, es lujoso. El dinero de un coche les duraría toda la vida. Y
     además, si logran detener un coche, pueden sorprender a un turista
     americano o un rico español, cuyos antecesores podrían haberse comportado
     mejor. Y si detienen a otro indígena, diablos, se le ayuda a salir del
     apuro y cambiar las ruedas.
     -¿Qué hora es? -preguntó Leonora.
     Webb se miró por milésima vez la muñeca desnuda. Inexpresivamente, sin
     mostrarse sorprendido, se puso a pescar con una mano el brillante reloj de
     oro que llevaba en un bolsillo del chaleco. Un año antes un nativo había
     clavado los ojos en ese reloj, y lo había mirado fijamente, fijamente,
     casi como con hambre. Luego el nativo lo había examinado a él, sin burla,
     sin odio, ni triste ni alegre, sólo perplejo.
     Webb se había quitado aquel día el reloj y nunca, desde entonces, había
     vuelto a usarlo en la muñeca.
     -Mediodía -dijo.
     Mediodía.
     La frontera apareció ante ellos. La vieron y los dos lanzaron un grito, a
     la vez. Se acercaron, sonriendo, sin saber por qué sonreían...
     John Webb sacó la cabeza por la ventanilla, comenzó a hacerle señas al
     guarda del puesto fronterizo, y luego, dominándose, salió del coche.
     Caminó hacia la estación. Tres hombres jóvenes, muy bajos, vestidos con
     terrosos uniformes, hablaban de pie. No miraron a Webb, que se detuvo ante
     ellos. Continuaron conversando en español, ignorándolo.
     -Perdón -dijo John Webb al fin -. ¿Podemos cruzar la frontera hasta
     Juatala?
     Uno de los hombres se volvió un momento hacia Webb.
     -Lo siento, señor
     Los tres hombres volvieron a hablar.
     -Usted no entiende -dijo Webb, tocando el codo del primer hombre - Tenemos
     que pasar.
     El hombre sacudió la cabeza.
     -Los pasaportes ya no sirven. ¿Y por qué van a dejar nuestro país de todos
     modos?
     -Lo anunciaron por radio. Todos los norteamericanos tienen que dejar el
     país en seguida.
     -Ah, sí, sí.
     Los tres soldados se miraron de soslayo con los ojos brillantes.
     -0 serán multados o encarcelados, o ambas cosas -dijo Webb.
     -Podemos dejarles cruzar la frontera, pero en Juatala les darán
     veinticuatro horas para que se vayan también. Si no lo cree, ¡escuche! -El
     guarda se volvió y llamó a través de la frontera ¡Eh! ¡Eh!
     En pleno sol, a cuarenta metros de distancia, un hombre que se paseaba
     lentamente, con el rifle en los brazos, se volvió hacia ellos.
     -Hola, Paco, ¿quieres a estos dos?
     -No, gracias, gracias, no -replicó el hombre del rifle, sonriendo.
     -¿Ve usted? -dijo el guarda volviéndose hacia John Webb.
     Los tres soldados se rieron.
     -Tengo dinero -dijo Webb.
     Los tres hombres dejaron de reír.
     El primer guarda se adelantó hacia John, y su cara no era ahora lánguida
     ni condescendiente. Parecía una piedra oscura.
     -Sí -dijo -. Siempre tienen dinero. Ya lo sé. Vienen aquí y piensan que
     con ese dinero se consigue todo. ¿Pero qué es el dinero? Es sólo una
     promesa, señor. Lo he leído en los libros. Y cuando alguien ya no cree en
     promesas, ¿qué pasa entonces?
     -Le daré lo que quiera.
     -¿Sí? -El guarda miró a sus compañeros.- Me dará lo que yo quiera. -Y
     añadió dirigiéndose a Webb:- Es ¡in chiste. Siempre fuimos un chiste para
     ustedes, ¿no es cierto?
     -No.
     -Mañana, y se reían (le nosotros. Se reían de nuestras siestas y nuestros
     mañanas, ¿no es así?
     -No era yo. Algún otro.
     -Sí, usted.
     -Nunca he estado en este puesto.
     -Yo sin embargo lo conozco. Venga aquí, haga esto, haga aquello. Oh, tome
     Un peso, cómprese villa casa. Vaya allí, haga esto, haga aquello.
     -No era yo.
     -Se parecía a usted de todos modos.
     Estaban en el -sol, con las oscuras sombras tendidas a sus pies, y la
     transpiración les coloreaba las axilas. El soldado se acercó todavía más a
     Webb.
     -Ya no tengo que hacer cosas para usted.
     -Nunca las hizo. Nunca se las pedí.
     -Está usted temblando, señor.
     -Estoy muy bien. Es el sol.
     -¿Cuánto dinero tiene? -preguntó el guarda.
     -Mil pesos para que ¡los dejen pasar, y otros mil para el hombre del otro
     lado.
     El guarda se volvió otra vez.
     -¿Mil pesos es bastante?
     -No -dijo el otro guarda -. ¡Dile que nos denuncie! -Sí -dijo el guarda,
     mirando nuevamente a Webb -. Denúncieme. Hágame despedir. Ya me
     despidieron una vez, hace años por culpa suya.
     -Fue algún otro.
     -Anote mi nombre. Carlos Rodríguez Ysotl Ahora déme dos mil pesos.
     John Webb sacó su cartera y entregó el dinero. Carlos Rodríguez Ysotl se
     mojó el pulgar y contó lentamente el dinero bajo el cielo azul y barnizado
     mientras el mediodía se ahondaba en todo el país, y el sudor brotaba de
     fuentes ocultas, y la gente jadeaba y se fatigaba sobre sus sombras.
     -Dos mil pesos. -El guarda dobló el dinero y se lo puso tranquilamente en
     el bolsillo.- Ahora den vuelta el coche y busquen otra frontera.
     -¡Un momento, maldita sea! -exclamó John Webb.
     El guarda lo miró.
     -Dé vuelta el coche.
     Se quedaron así un tiempo, con el sol que se reflejaba en el fusil del
     guarda, sin hablar. Y luego John Webb se volvió y se alejó lentamente
     hacia el coche, con una mano sobre la cara, y se sentó adelante.
     -¿A dónde vamos? -preguntó Leonora.
     -Al diablo, o a Porto Bello.
     -Pero necesitamos gasolina y asegurar la rueda. Y viajar otra vez por esos
     caminos... Esta vez pondrán troncos, y...
     -Ya sé, ya sé... -John Webb se frotó los ojos y se quedó un momento con la
     cara entre las manos.- Estamos solos, Dios mío, estamos solos. ¿Recuerdas
     qué seguros nos sentíamos antes? ¿Qué seguros? Invocábamos en todas las
     ciudades grandes al cónsul americano. ¿Recuerdas la broma? «¡A donde
     quiera que vayas puedes oír el aleteo del águila!» ¿0 era el sonido de los
     billetes? Me he olvidado. Jesús, Jesús, el mundo se ha vaciado con una
     rapidez horrible. ¿A quién recurriré ahora?
     Leonora esperó un momento y luego dijo:
     -Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
     Webb la abrazó.
     -Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
     -Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si
     volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros
     desde el desayuno.
     Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse,
     lentamente.
     -Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto
     Bello.
     Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
     Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
     -¿En qué piensas? -le preguntó su mujer.
     -Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
     Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No
     hay escondites aquí.
     -Recuerdo -dijo Leonora.
     -Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera
     si la recordase. Tengo ganas de cantar.
     Apretó el acelerador.
     Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde,
     como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego,
     aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la
     mano de un leproso.
     -No debí haberlo hecho.
     El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos
     hombres aparecieron detrás.
     Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo,
     tocándolo, sintiéndolo.
     Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron
     las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
     -Señor -dijo al fin el encargado.
     -Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
     -Se nos acabó, señor.
     -Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los
     tanques de vidrio.
     -Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
     -¡Le pagaré diez pesos el litro!
     -Gracias, no.
     -No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el
     indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos
     a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
     -Le cuidaremos el coche, señor -dijo el encargado. Si me dejan las llaves.
     -¡No podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. ¿Podemos?
     -No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se
     lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
     -Eso es mejor -dijo el hombre.
     Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
     -Era un hermoso coche -dijo John Webb.
     -Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las
     llaves -. Lo cuidaré bien, señor.
     Leonora esperó un momento y luego dijo:
     -Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
     Webb la abrazó.
     -Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
     -Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si
     volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros
     desde el desayuno.
     Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse,
     lentamente.
     -Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto
     Bello.
     Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
     Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
     -¿En qué piensas? -le preguntó su mujer.
     -Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
     Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No
     hay escondites aquí.
     -Recuerdo -dijo Leonora.
     -Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera
     si la recordase. Tengo ganas de cantar.
     Apretó el acelerador.
     Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde,
     como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego,
     aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la
     mano de un leproso.
     -No debí haberlo hecho.
     El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos
     hombres aparecieron detrás.
     Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo,
     tocándolo, sintiéndolo.
     Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron
     las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
     -Señor -dijo al fin el encargado.
     -Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
     -Se nos acabó, señor.
     -Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los
     tanques de vidrio.
     -Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
     -¡Le pagaré diez pesos el litro!
     -Gracias, no.
     -No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el
     indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos
     a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
     -Le cuidaremos el coche, señor -dijo el encargado -. Si me dejan las
     llaves.
     -¡No podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. ¿Podemos?
     -No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se
     lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
     -Eso es mejor -dijo el hombre.
     Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
     -Era un hermoso coche -dijo John Webb.
     -Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las
     llaves -. Lo cuidaré bien, señor.
     -Pero Jack...
     Leonora abrió la puerta de atrás y comenzó a sacar el equipaje. Por encima
     del hombro de su mujer, John veía los brillantes marbetes, la tormenta de
     color que había cubierto el cuero gastado después de años de viajes,
     después de años en los mejores hoteles de dos docenas de países.
     Leonora tironeó de las maletas, sudando, y John la detuvo, y se quedaron
     allí, jadeando ante la portezuela abierta, mirando aquellos hermosos y
     lujosos baúles que guardaban los magníficos tejidos de hilo y lana y seda
     de sus vidas, el perfume de cuarenta dólares, y las pieles frescas y
     oscuras, y los plateados palos de golf. Veinte años estaban empaquetados
     en aquellas cajas, veinte años y cuatro docenas de papeles que habían
     interpretado en Río, en París, en Roma y Shangai; pero el papel que habían
     interpretado con mayor frecuencia, y el mejor de todos, era el de los
     ricos y alegres Webbs, la gente de la sonrisa perenne, asombrosamente
     feliz, la que podía preparar aquel cóctel de tan raro equilibrio conocido
     como Sáhara.
     -No podemos llevarnos todo esto a la ciudad -dijo John -. Volveremos a
     buscarlo más tarde.
     -Pero...
     John la hizo callar tomándola de un brazo y echando a caminar por la
     carretera.
     -Pero no podemos dejarlo aquí, ¡no podemos dejar aquí el equipaje y el
     coche! Oh, escucha. Me meteré y cerraré los cristales mientras vas a
     buscar gasolina, ¿por qué no? -dijo Leonora.
     John se detuvo y miró a los tres hombres junto al coche que resplandecía
     bajo el sol amarillo. Los ojos de los hombres brillaban y miraban a la
     mujer.
     ---Ahí tienes la respuesta. Vamos.
     -¡Pero nadie deja así un coche de cuatro mil dólares! -lloré) Leonora.
     John la hizo caminar, llevándola firmemente por el codo, con un serena
     decisión.
     -Los coches son para viajar en ellos. Cuando no viajan, son inútiles. En
     este momento tenemos que viajar, eso es todo. El coche sin gasolina no
     vale un centavo. Un par de buenas piernas tiene hoy más valor que cien
     coches, si puedes usarlas. Hemos empezado a echar cosas por la borda.
     Seguiremos arrojando lastre hasta que debamos sacarnos el pellejo.
     Webb soltó el brazo de Leonora, que caminaba tranquila junto a él.
     -Es tan raro. Tan raro. Hace años que no camino así. -Leonora miró cómo
     movía sus propios pies, cómo pasaba el camino a su lado, cómo se abría la
     selva, cómo su marido se desplazaba rápidamente, hasta que aquel ritmo
     regular pareció hipnotizarla.- Pero quizá es posible volver a aprenderlo
     todo -dijo al fin.
     El sol recorría el cielo, y el señor y la señora Webb recorrieron un rato
     la ardiente carretera. De pronto el señor Webb se puso a pensar en voz
     alta.
     -Sabes, en cierto modo, pienso que es útil volver a lo esencial. Ya no nos
     preocupamos por una docena de cosas, sino sólo por ti y por mí.
     -Cuidado, viene un coche... será me jor...
     Se volvieron a medias, dieron un grito, y saltaron. Cayeron a un lado de
     lit carretera y se quedaron allí, tendidos, mientras el automóvil pasaba a
     cien kilómetros por hora. Voces que cantaban, hombres que reían, hombres
     que gritaban y saludaban con las manos. El coche se alejó envuelto en un
     remolino de polvo y se perdió en una curva, haciendo sonar su o e bocina,
     una y otra vez.
     Webb ayudó a levantarse a Leonora y los dos, de pie, miraron la carretera
     tranquila.
     -¿Lo viste?
     Miraron cómo el polvo se depositaba lentamente.
     -Espero que se acuerden de cambiar el aceite y examinar la batería, por lo
     menos. Espero que se acuerden de echarle agua al radiador -dijo Leonora, y
     después de una pausa -: Cantaban, ¿no es cierto?
     Webb asintió. Miraron 'parpadeando la enorme nube de polvo que descendía
     sobre ellos como polen amarillo. Las pestañas de Leonora, notó Webb,
     lanzaban unas lucecitas brillantes.
     -No -dijo -. Eso no. Al fin y al cabo, era sólo una máquina.
     -Yo lo quería mucho.
     -Siempre queremos todo demasiado.
     Siguieron caminando y pasaron junto a una botella rota de vino que
     perfumaba el aire.
     No estaban lejos del pueblo. La mujer caminaba adelante, el marido detrás,
     mirándose los pies mientras caminaban, cuando un ruido de latas y vapores
     y agua hirviendo les hizo volver la cabeza y mirar el camino. Un viejo
     venía despacio por el camino en un Ford 1929. El coche no tenía
     guardabarros, y el sol había descascarado y quemado la pintura, pero el
     viejo conducía con una serena dignidad. Su cara era una sombra pensativa
     bajo el sucio sombrero de paja, y cuando vio a los Webb, detuvo el coche,
     que comenzó a humear. El motor se sacudía bajo la capota, y el viejo abrió
     la chillona portezuela diciendo:
     -No es día para caminar.
     -Gracias -dijeron los Webb.
     -No es nada. -El hombre llevaba un traje de verano viejo y amarillento,
     con una corbata grasienta anudada con descuido al cuello arrugado. Ayudó a
     la mujer a subir al asiento de atrás con una graciosa inclinación de
     cabeza.- Los hombres sentémonos adelante -sugirió, y el marido se sentó
     adelante, y el coche partió entre temblorosos vapores.
     -Bueno. Me llamo García.
     Presentaciones e inclinaciones de cabeza.
     -¿Se les rompió el coche? ¿Van en busca de auxilio? -dijo el señor García.
     -Sí.
     -Entonces permítanme que los lleve de vuelta junto con un mecánico
     -ofreció el hombre.
     Los Webb le dieron las gracias y rechazaron amablemente el ofrecimiento, y
     el viejo lo repitió, pero después de observar que su interés y
     preocupación parecían turbar a la pareja, habló muy cortésmente de otra
     cosa.
     El viejo tocó unos cuantos periódicos que llevaba en las rodillas.
     -¿Leen periódicos? Por supuesto. ¿Pero los leen como yo? Dudo que hayan
     descubierto mi sistema. Pero no, no lo descubrí yo. Más bien el sistema se
     me impuso. Pero luego de un tiempo vi que era un sistema inteligente.
     Recibo siempre los periódicos con una semana de atraso. Todos nosotros,
     aquellos que tienen interés, reciben los periódicos con una semana de
     atraso, de la capital. Y esta circunstancia da a un hombre ideas claras.
     Uno cuida sus ideas citando lee un periódico viejo.
     El marido y la mujer le pidieron que siguiese.
     -Bueno -di o el viejo -. Recuerdo cuando viví un mes en la capital y
     compraba el periódico todos los días. El amor, la ira, la irritación, la
     frustración me dominaban. Hervían en mí todas las pasiones. Yo era joven.
     Todo me sacaba de quicio. De pronto comprendí. Creía en todo lo que leía.
     ¿Lo notaron? ¿Notaron que uno cree en un periódico recién impreso? Esto ha
     ocurrido hace una hora, piensa uno. Tiene que ser verdad. -El viejo
     sacudió la cabeza.- Así que aprendí a retroceder y dejar que el periódico
     envejeciera y madurara. Aquí, en Colonia, observé que los titulares
     disminuían hasta desaparecer. El periódico de hace una semana... cómo, si
     hasta uno podría escupir en él, si quisiese. Es como una mujer que se amó
     una vez, pero uno ve ahora, días más tarde, que no es como uno creía.
     Tiene una cara bastante común, y es tan profunda como un vaso de agua.
     El viejo guiaba suavemente el coche, con las manos sobre el volante como
     sobre las cabezas de sus hijos, con cariño y afecto.
     -De modo que aquí voy, de vuelta a mi casa a leer los periódicos viejos, a
     mirarlos de soslayo, a jugar con ellos.
     Extendió un periódico sobre las rodillas, lanzándole de cuando en cuando
     una ojeada mientras conducía. -Qué blanco es este periódico, como la mente
     de un niño idiota, pobrecito, se puede poner cualquier cosa en un sitio
     vacío como éste. Aquí, ¿ven ustedes? El periódico dice que todos los
     blancos del mundo han muerto. Tonterías. En este mismo momento hay
     probablemente millones de hombres y mujeres blancos dedicados a almorzar o
     cenar. Tiembla la tierra, se estremece el pueblo, la gente escapa
     gritando: ¡Todo se ha perdido! En la población siguiente, la gente se
     pregunta qué pasa, qué son esos gritos, pues han dormido muy bien esa
     noche. Ah ah, qué mundo complejo es éste. La gente no sabe qué complejo
     es. Para ellos es día o es noche. Los rumores corren deprisa. Esta misma
     tarde todas las aldeas que bordean el camino, detrás y delante de
     nosotros, están de fiesta. El hombre blanco ha muerto, dicen los rumores,
     y sin embargo aquí voy yo a la ciudad con dos que me parecen bien vivos.
     Espero que no les moleste este modo de hablar. Si no hablo con ustedes
     tendré que hablarle a ese motor de enfrente, que hace mucho ruido al
     responder.
     Estaban en las afueras de la ciudad.
     -Por favor, señor -dijo John Webb -, no sería prudente para usted que lo
     viesen con nosotros. Bajaremos aquí.
     El viejo detuvo el coche de mala gana y dijo:
     -Son ustedes muy amables al pensar en mí. -Se volvió a mirar a la
     encantadora esposa:- Cuando era joven estaba lleno de vida y proyectos.
     Leí todos los libros de un francés llamado juras Verne. Veo que lo
     conocen. De noche yo pensaba que me gustaría ser inventor. Todo eso se ha
     perdido, nunca hice lo que quería hacer. Pero recuerdo claramente que una
     de las máquinas que yo quería construir era una que haría que un hombre,
     durante una hora, pudiera ser cualquier otro hombre. En la máquina había
     colores y olores y películas, como en un teatro, y se parecía a un ataúd.
     Uno se metía en el ataúd y apretaba un botón. Y durante una hora uno podía
     ser esos esquimales que viven en el frío, allá arriba, o un señor árabe a
     caballo. Todo lo que sentía un hombre de Nueva York, podía sentirlo uno en
     la máquina. Todo lo que olía un sueco, podía olerlo uno. Todo lo que
     saboreaba un chino, podía sentirlo uno en la lengua. La máquina era como
     otro hombre... ¿Comprenden lo que yo buscaba? Y tocando muchos de esos
     botones cada vez que entraba en mi máquina, usted podía ser un hombre
     blanco o un hombre amarillo o un negrito. Hasta se podía ser una mujer o
     un niño si uno quería divertirse de veras.
     El marido y la mujer descendieron del coche.
     -¿Trató de inventar alguna vez la máquina?
     -Fue hace tanto tiempo. No había vuelto a acordarme hasta hoy. Y hoy pensé
     que podía sernos útil, que la necesitábamos. Qué lástima que nunca haya
     intentado construirla. Algún día la construirá algún otro.
     -Algún día -dijo John Webb.
     -Ha sido un placer hablar con ustedes -dijo el viejo -. Que Dios los
     acompañe.
     -Adiós, señor García -dijeron los Webb.
     El coche se alejó lentamente, humeando. Los Webb lo miraron irse, un
     minuto entero. Luego, sin hablar, Webb extendió el brazo y tomó la mano de
     su mujer.
     Entraron a pie en la pequeña ciudad de Colonia. Pasaron junto a las
     tiendecitas, la carnicería, la casa del fotógrafo. La gente se detenía y
     los miraba pasar y no dejaba de mirarlos hasta perderlos de vista. Cada
     pocos segundos, mientras caminaba, Webb se metía la mano bajo la chaqueta,
     para tocar el revólver, secreta, tentativamente, como alguien que se toca
     un granito que crece y crece hora a hora...
     El patio del Hotel Esposa era fresco como una gruta bajo una cascada azul.
     En él cantaban las aves enjauladas, y los pasos resonaban como tiros de
     rifle, claros y limpios.
     -¿Recuerdas? Paramos aquí hace años -dijo Webb ayudando a su mujer a subir
     los escalones. Se detuvieron en la gruta fresca, disfrutando de la sombra
     azul.
     -Señor Esposa -dijo John Webb cuando un hombre grueso salió de detrás de
     un escritorio mirándolo de soslayo -. ¿No me recuerda? John Webb. Hace
     cinco años... jugamos a las cartas una noche.
     -Por supuesto, por supuesto.
     El señor Esposa se inclinó y estrechó brevemente las manos. Hubo un
     silencio incómodo. Webb carraspeó.
     -Hemos tenido algunas dificultades, señor Esposa. ¿Podemos alquilar una
     habitación? Por esta noche solamente.
     -Aquí el dinero de usted siempre tendrá valor.
     -¿Quiere decir que nos dará una habitación? Pagaremos con gusto por
     adelantado. Dios, necesitamos ese descanso. Pero más que eso, necesitamos
     gasolina.
     Leonora tocó el brazo de su marido.
     -¿No recuerdas? Ya no tenemos auto.
     -Oh, es cierto. -Webb permaneció callado unos instantes y al fin suspiró.-
     Bueno. No se preocupe por la gasolina. ¿Sale algún autobús pronto para la
     capital?
     -Todo llegará, a su tiempo -dijo el hombre nerviosamente -. Por aquí.
     Mientras subían las escaleras oyeron un ruido. Miraron hacia afuera y
     vieron el coche, que daba vueltas y vueltas alrededor de la plaza, ocho
     veces, cargado de hombres que gritaban y cantaban y se colgaban de los
     guardabarros, riendo. Niños y perros corrían detrás del coche.
     -Cómo me gustaría tener un coche como ése -dijo el señor Esposa.
     En el tercer piso del Hotel Esposa, el gerente sirvió un poco de vino
     fresco para los tres.
     -Por un cambio -dijo el señor Esposa. -Brindaré por eso.
     Bebieron. El señor Esposa se pasó la lengua por los labios y se los limpió
     en la manga de la chaqueta.
     -Sorprende y entristece ver cómo cambia el mundo. Es insensato, nos han
     dejado atrás, piensa uno. Es increíble. Y ahora, bueno... Están a salvo
     por esta noche. Pueden tomar una ducha y cenar bien. No pueden quedarse
     más de una noche. Esto es todo lo que puedo ofrecerles por lo bondadosos
     que fueron ustedes conmigo hace cinco años.
     -¿Y mañana?
     -¿Mañana? No tomen el autobús para la capital, por favor. Hay tumultos en
     las calles, allá. Han matado a alguna gente del norte. No es nada. Pasará
     en seguida. Pero hasta entonces, hasta que la sangre se enfríe, deberán
     tener cuidado. Hay muchos malvados que quieren aprovechar la situación,
     señor. En las próximas cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz del
     nacionalismo, esa gente intentará ganar el poder. Egoísmo y patriotismo,
     señor. Es difícil distinguir uno de otro. Así que... deberán esconderse.
     Es un problema. Toda la ciudad sabrá que están aquí antes de unas pocas
     horas. Puede ser peligroso para mi hotel. No sé.
     -Comprendemos. Es usted muy bueno al ayudarnos tanto.
     -Si necesitan algo, llámenme. -El señor Esposa se bebió el vino que aún
     quedaba en su vaso.- Terminen la botella -dijo.
     Los fuegos de artificio comenzaron aquella noche a las nueve. Los cohetes,
     primero uno y luego otro, se elevaron en el cielo oscuro y estallaron por
     encima de los vientos edificando arquitecturas de llamas. Cada cohete, en
     la cima de su curso, se abría desplegando una formación de gallardetes de
     llamas blancas y rojas, algo parecida a la cúpula de una hermosa catedral.
     Leonora y John Webb, junto a la ventana abierta, miraban y escuchaban
     desde la habitación en sombras. Pasaba el tiempo, y por todos los caminos
     y senderos venía más gente a la ciudad y comenzaba a pasearse por la plaza
     tomada del brazo, cantando, aullando como perros, apretándose como
     gallinas. Y luego se dejaban caer en las aceras, se sentaban allí, y se
     reían, con las cabezas echadas hacia atrás, mientras los cohetes
     estallaban en colores sobre las caras levantadas. Una banda comenzó a
     soplar y resollar.
     -Aquí nos tienes -dijo John Webb - luego de unos cuantos centenares de
     años de buena vida. Esto es lo que queda de la supremacía blanca... tú y
     yo en una habitación a oscuras en un hotel situado a quinientos kilómetros
     tierra adentro en un país en fiesta.
     -Tenemos que ponernos en su lugar.
     -Oh, hace tiempo que lo he hecho. En cierto modo, me alegro de que sean
     felices. Dios sabe que han esperado bastante. Pero me pregunto cuánto
     durará esa dicha. Ahora que el chivo expiatorio ha desaparecido, ¿quién
     será el culpable de la opresión? ¿Quién estará tan a mano, quién será tan
     obviamente culpable como tú y yo y el hombre que ocupó antes que nosotros
     este mismo cuarto?
     -No sé.
     -Somos tan oportunos. El hombre que alquiló este cuarto el mes pasado era
     tan oportuno. Un modelo. Se reía de las siestas de los nativos. Rehusaba
     aprender una pizca de español. Que aprendan inglés, por Dios, y que hablen
     como hombres, decía. Y bebía demasiado y perseguía demasiado a las mujeres
     del pueblo.
     Webb se interrumpió y se alejó de la ventana. Miró el cuarto.
     Los muebles y adornos, pensó. El sofá donde el hombre puso los zapatos
     sucios, la alfombra que agujereó con colillas de cigarrillo... Y la mancha
     húmeda en la pared junto a la cama, Dios sabe por qué o cómo hizo eso. Las
     sillas rayadas y pateadas. No era su hotel o su habitación; era algo
     prestado. Y sin ningún valor. Así ese hijo de perra se paseó por todo el
     país durante cien años, un hombre de negocios, una cámara de comercio, y
     aquí estamos nosotros ahora, bastante parecidos a él como para ser sus
     hermanos, y allá están ellos, en la noche del baile de la servidumbre. No
     saben, y si lo saben no quieren pensarlo, que mañana serán tan pobres como
     hoy, que estarán tan oprimidos como siempre, que la máquina apenas se
     habrá movido hasta el otro diente del engranaje.
     Ahora la banda había dejado de tocar, y un hombre había subido de un
     salto, gritando, a la plataforma. Hubo un resplandor de machetes en el
     aire y el brillo oscuro de unos cuerpos semidesnudos.
     El hombre de la plataforma volvió la cara al hotel y miró la habitación
     oscura donde John y Leonora Webb habían retrocedido, alejándose de las
     luces intermitentes.
     El hombre gritó.
     -¿Qué dice? -preguntó Leonora.
     -«Éste es un mundo libre» -tradujo John Webb.
     El hombre aulló.
     John Webb volvió a traducir:
     -«¡Somos libres!»
     El hombre se alzó en puntas de pie e hizo el ademán de romper unas esposas.
     -«Nadie es dueño de nosotros, nadie en el mundo,> -tradujo Webb.
     La multitud rugió y la banda comenzó a tocar, y, mientras tocaba, el
     hombre de la plataforma miraba la ventana de la habitación oscura con todo
     el odio del universo en los ojos.
     Durante la noche hubo peleas y golpes, y voces que se alzaban, y
     discusiones y tiros. John Webb, acostado, despierto, oyó la voz del señor
     Esposa en el piso de abajo que razonaba, hablaba serena, firmemente. Y
     luego el tumulto fue borrándose, los últimos cohetes subieron al cielo, y
     las últimas botellas se rompieron en las piedras de la calle.
     A las cinco de la mañana el aire comenzó a calentarse otra vez. Unos
     golpes muy débiles sonaron en la puerta del cuarto.
     -Soy yo, Esposa -dijo una voz.
     John Webb titubeó, a medio vestir, tambaleándose por la falta de sueño. Al
     fin abrió la puerta.
     -¡Qué noche, qué noche! -dijo el señor Esposa entrando en el cuarto,
     sacudiendo la cabeza, riendo dulcemente -. ¿Escucharon el ruido? ¿Sí?
     Querían subir al cuarto de ustedes. No los dejé.
     -Gracias -dijo Leonora todavía en la cama, con la cara vuelta hacia la
     pared.
     -Eran todos viejos amigos. Hice un arreglo con ellos. Estaban bastante
     borrachos y bastante felices, y dijeron que esperarían. Tengo algo que
     proponerles a ustedes dos. -De pronto el hombre pareció turbado. Se acercó
     a la ventana.- Todos duermen aún. Sólo unos pocos están levantados. Unos
     cuantos hombres. ¿Los ve, del otro lado de la plaza?
     John Webb miró la plaza. Vio a los hombres morenos que hablaban
     serenamente del tiempo, el inundo, el sol, este pueblo, y el vino quizá.
     -Señor, ¿ha tenido usted hambre alguna vez en la vida?
     -Sólo un día, una vez.
     -Sólo un día. ¿Ha tenido siempre una casa donde vivir y un coche para
     viajar?
     -Hasta ayer.
     -¿Ha estado alguna vez sin trabajo?
     -Nunca.
     -¿Vivieron todos sus hermanos hasta los veintiún años?
     -Todos.
     -Hasta yo -dijo el señor Esposa -, hasta yo lo odio a usted un poco ahora.
     Pues yo no tuve hogar durante mucho tiempo. He pasado hambre. Tengo tres
     hermanos y una hermana enterrados en ese cementerio de la loma, más allá
     del pueblo, muertos de tuberculosis antes de cumplir los nueve años. -El
     señor Esposa miró a los hombres en la plaza - Ahora ya no tengo hambre ni
     soy pobre, tengo coche, estoy vivo. Pero soy uno entre mil. ¿Qué puede
     decirles en un día como hoy?
     -Trataré de pensarlo.
     -Yo he dejado de tratar hace ya mucho tiempo. Señor, liemos sido siempre
     tina minoría, nosotros, los blancos. Soy de raza española, pero me he
     criado aquí, y me toleran.
     -Nosotros no pensamos nunca que éramos una minoría -dijo Webb -, y ahora
     es difícil admitirlo.
     -Se ha portado usted ni uy bien.
     -¿Es eso una virtud?
     -Sí en la plaza de toros, sí en la guerra, sí en cualquier situación
     parecida. Usted no se queja, no trata de excusarse. No corre y da un
     espectáculo. Creo que ustedes dos son muy valientes. El gerente del hotel
     se sentó, lentamente, descorazonado.
     -He venido a ofrecerles la posibilidad de quedarse -dijo.
     -Quisiéramos irnos, si fuese posible.
     El gerente se encogió de hombros.
     -Les han robado el coche, y no querrán devolverlo. No pueden dejar la
     ciudad. Quédense y acepten un puesto en el hotel.
     -¿Así que no hay modo de viajar?
     -Puede que lo haya dentro de veinte días, señor, o veinte anos. No pueden
     seguir viviendo sin dinero, comida, alojamiento. Aquí tienen en cambio mi
     hotel, y trabajo.
     El gerente se levantó y caminó con aire de desánimo hacia la puerta, y se
     detuvo junto a una silla y tocó la chaqueta de Webb, que estaba allí
     colgada.
     -¿Qué es ese trabajo? -preguntó Webb.
     -En la cocina -le dijo el gerente, y miró para otro lado.
     John Webb se sentó en la cama, en silencio. Su mujer no se movió.
     El señor Esposa dijo:
     -No puedo ofrecerles nada mejor. ¿Qué más pueden pedir? Anoche, esos que
     están en la plaza querían venir a buscarlos. ¿Vieron los machetes? Discutí
     con ellos. Tuvieron ustedes suerte. Les dije que trabajarían en mi hotel
     en los próximos veinte años, que eran mis empleados y yo tenía que
     protegerlos.
     -¡Usted dijo eso!
     ---Señor, señor, denme las gracias. Piensen un poco. ¿A dónde irían? ¿A la
     selva? Las serpientes los matarían en menos de dos horas. ¿Caminarían
     ochocientos kilómetros hasta una capital en la que no serían bienvenidos?
     No. Deben aceptar la realidad. -El señor Esposa abrió la puerta. Les
     ofrezco una ocupación honesta, y les pagaré el salario común de dos pesos
     por día, más las comidas. ¿Quieren quedarse conmigo o ir afuera a la plaza
     con nuestros amigos al mediodía? Piénsenlo.
     La puerta se cerró. El señor Esposa había desaparecido.
     Webb se quedó mirando la puerta largo rato.
     Luego caminó hasta la silla y tocó el estuche de cuero bajo la doblada
     camisa blanca. El estuche estaba vacío. Lo tomó en las manos y lo miró
     parpadeando y miró la puerta por la que acababa de irse el señor Esposa.
     Se volvió y se sentó en la cama, junto a su mujer. Se acostó a su lado y
     la abrazó y la besó, y se quedaron inmóviles, acostados, mirando cómo la
     habitación se iba aclarando con el nuevo día.
     A las once de la mañana, con las grandes persianas recogidas, comenzaron a
     vestirse. En el cuarto de baño había jabón, toallas, equipo de afeitar, y
     hasta perfumes. Todo facilitado por el señor Esposa.
     John Webb se afeitó y vistió cuidadosamente.
     A las once y media encendió la radio cerca de la cama. Uno podía
     sintonizar comúnmente Nueva York o Cleveland o Houston. Pero el aire
     estaba en silencio. Webb apagó la radio.
     -No hay a donde ir, ni ninguna razón para volver, nada.
     Su mujer se sentó en una silla, cerca de la puerta, mirando la pared.
     -Podemos quedarnos aquí y trabajar -dijo Webb.
     Leonora Webb se movió al fin.
     -No, no podemos hacerlo. No realmente ¿0 podemos?
     -No, creo que no.
     -No es posible. Somos consecuentes a pesar de todo. Inútiles, pero
     consecuentes.
     Webb pensó un momento.
     -Podríamos llegar a la selva.
     -No creo que podamos dejar el hotel sin ser vistos. No podemos escapar y
     caer en sus manos. Sería peor de ese modo.
     Webb estuvo de acuerdo.
     Siguieron sentados en silencio unos instantes.
     -No sería tan malo trabajar aquí -dijo Webb al fin.
     -¿Y para qué seguir viviendo? Todos han muerto, tus padres, los míos, tus
     hermanos, los míos, nuestros amigos; todo ha desaparecido, todo lo que
     podíamos entender.
     Webb asintió.
     -Y si aceptamos el empleo, un día, pronto, uno de los hombres me tocará, y
     tú no podrás permitirlo, sabes que no. 0 alguien te hará algo a ti, y yo
     haré algo.
     Webb volvió a inclinar la cabeza.
     Se quedaron así, sentados, unos quince minutos, hablando serenamente.
     Luego, Webb tomó el teléfono y golpeó la horquilla con un dedo.
     -Bueno -dijo una voz en el otro extremo de la línea.
     -¿Señor Esposa?
     -Sí.
     -Señor Esposa. -Webb hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios.-
     Dígales a sus amigos que dejaremos el hotel al mediodía.
     El teléfono no respondió inmediatamente. Luego, suspirando, el señor
     Esposa dijo:
     Puedo intentarlo, pensó. ¿Cómo lo haría el viejo del Ford? Trataré de
     hacerlo de ese modo. Citando acabemos de cruzar la plaza, comenzaré a
     hablar, en un murmullo si es necesario. Y si pasamos lentamente a través
     de esos hombres quizá podamos llegar hasta los otros, y nos encontraremos
     a salvo, en tierra firme.
     Leonora se movió a su lado. Parecía tan lozana, tan bien arreglada a pesar
     de todo, tan nueva en medio de aquella vejez, tan sorprendente, que la
     mente de Webb se sacudió y vaciló. Se sorprendió a sí mismo mirándola como
     si ella lo hubiese traicionado con aquella blancura salina, el pelo
     maravillosamente cepillado, las manos limpiamente arregladas, y la boca
     roja y brillante.
     En el último escalón, Webb encendió un cigarrillo, dio dos o tres largas
     chupadas, lo arrojó al suelo, lo pisoteó, envió de un puntapié la
     aplastada colilla a la calle, y dijo:
     -Bien, vamos.
     Bajaron el último escalón y comenzaron a caminar alrededor de la plaza,
     ante las pocas tiendas que aún permanecían abiertas. Caminaban serenamente.
     -Quizá sean decentes con nosotros.
     -Esperémoslo.
     Pasaron ante un taller fotográfico.
     -Es otro día. Puede pasar cualquier cosa. Lo creo. No... realmente no lo
     creo. Estoy hablando, nada más. Tengo que hablar o no podría seguir
     caminando -dijo Leonora.
     Pasaron ante una tienda de dulces.
     -Sigue hablando, entonces.
     -Tengo miedo -le dijo Leonora -. ¡Esto no puede pasarnos a nosotros! ¿Sólo
     quedamos nosotros en el mundo?
     -Unos pocos más quizá.
     Se acercaban a una carnicería al aire libre.
     ¡Dios!, pensó Webb. Cómo se estrechan los horizontes, cómo se acercan.
     Hace un año no había para nosotros cuatro direcciones, sino un millón.
     Ayer se habían reducido a cuatro; podíamos ir a Juatala, Porto Bello,
     Sanjuan Clementas o Brioconbria. Nos contentábamos con tener nuestro
     coche. Luego, cuando no pudimos conseguir gasolina, nos contentábamos con
     conservar nuestra ropa; luego, citando nos sacaron la ropa, nos
     contentábamos con encontrar un lugar para dormir. Nos sacaban todos los
     placeres, y encontrábamos rápido consuelo. Dejábamos algo, y nos atábamos
     rápidamente a otra cosa. Supongo que es humano. Y al fin nos sacaron todo.
     Nada nos quedó. Excepto nosotros mismos. Sólo quedamos yo y Leonora, en
     esta plaza, pensando demasiado. Y lo que cuenta al fin es si podrán
     apartarte de mí, Leonora, o apartarme de ti, y no creo que puedan. Se han
     llevado todo lo demás, y no los acuso. Pero no pueden hacernos nada nuevo.
     Cuando quitas las ropas y adornos, quedan dos seres humanos que son
     felices o desgraciados, juntos, y nada más.
     -Camina despacio -dijo en voz alta.
     -Así lo hago.
     -No demasiado despacio como para parecer desanimada. No demasiado rápido
     como si quisieras terminar de una vez. No les des esa satisfacción, Leo,
     no les des nada.
     -No.
     Siguieron caminando.
     -Ni siquiera me toques -dijo Webb serenamente -. Ni siquiera me tomes la
     mano.
     -¡Oh, por favor!
     -No, ni siquiera eso.
     Webb se apartó unos centímetros y siguió caminando tranquilamente, con
     paso regular, mirando hacia adelante.
     -Voy a echarme a llorar, Jack.
     -¡Maldita sea! -dijo Webb entre dientes, sin mirar a Leonora -. ¡Para eso!
     ¿Quieres que corra? ¿Es eso lo que quieres... que te tome en brazos y
     corra a la selva y que ellos nos cacen? ¿Es eso lo que quieres, maldita
     sea, quieres que me tire en la calle, aquí mismo, y me arrastre y grite?
     Cállate, hagamos esto bien, ¡no les demos nada!
     Caminaron un poco más.
     -Muy bien -dijo Leonora, con los puños apretados, la cabeza erguida -. Ya
     no lloro. No quiero llorar.
     -Bien, eso está muy bien.
     Y todavía, curiosamente, no habían dejado atrás la carnicería. La visión
     horrorosa y roja se alzó a la izquierda de John y Leonora Webb mientras se
     adelantaban lentamente por la acera que el sol calentaba. Las cosas que
     colgaban de los ganchos parecían pecados, o actos brutales, malas
     conciencias, pesadillas, banderas ensangrentadas, y promesas rotas. Las
     reses rojas, oh, las reses rojas colgantes, húmedas y malolientes, las
     reses colgadas de los ganchos parecían cosas desconocidas, desconocidas.
     Mientras pasaban junto a la carnicería, algo impulsó a John Webb a alargar
     una mano y golpear hábilmente un recto y colgado trozo de carne. Un
     enjambre de moscas azules se alzó de pronto, zumbando agriamente, y
     describió un cono brillante alrededor de la res.
     -¡Son todos desconocidos! -dijo Leonora, con los ojos clavados ante ella,
     caminando -. No conozco a ninguno de ellos. Me gustaría conocer a alguno.
     ¡Me gustaría que uno por lo menos me conociese!
     Dejaron atrás la carnicería. El trozo de res, de aspecto irritable,
     rojizo, se balanceaba a la luz cálida del sol.
     Cuando dejó de balancearse, las moscas bajaron a cubrir la carne, como una
     túnica hambrienta.